Los que se aman se casan cada vez menos. Una pena. Y cuando lo hacen puede haber motivos muy diversos, pero casi siempre más allá del “hasta que la muerte nos separe”, del “bonum prolis”, como elemento esencial del consentimiento, o bajo aquello de que lo que Dios unió, que no lo separe ningún hombre.
Y es que si cada vez hay menos bodas, las católicas están a la cabeza del declive numérico, por no citar que cuando se producen, una buena parte de los contrayentes no pasarían el mas mínimo filtro de la doctrina católica como dios manda. Ya me dirán sino esos hijos nuestros, o de amigos, que se casan en iglesias fernandinas, homilia incluida, pero llevan años conviviendo con sus parejas. O la doctrina de la Iglesia sobre sexo, relaciones y convivencia se aligera y adapta a la realidad, como cuando dejamos atrás el fax por mas increíble que fuera para adorar la nube, o estas bodas terminarán siendo residuales y la viva imagen de la incongruencia. Las cifras hablan por sí solas. Hace 20 años el 75,6% de los matrimonios celebrados en España eran católicos, para pasar a ser un 20% en el 2019. De 163.000 a solo 10.000 bodas católicas en 2020.
Los que se casan acuden cada vez más al notario, al alcalde o al concejal de turno, y en vez de mirar al altar, se miran desde un acantilado, en medio de las columnas de un palacete, o entre esa arboleda mágica encontrada por azar. Y escuchan sencillos artículos del código civil con los que es fácil cumplir y ser coherente. Seguir las normas de la Iglesia está difícil hasta para los muy creyentes. Una pena. Porque casarse debía ser solo celebrar el amor.
Ahí lo dejo. Una nueva teoría, desasida de cualquier otra obligación sobre hijos, fidelidad u obediencia. Da igual a los treinta que a los sesenta. Nada que no sea la obligación pura de amarse, porque al final del final todo se resume en eso. Solo el amor.
Cásense y celebren el amor. Hagan crecer las estadísticas. Ese amor que te hace ser mejor persona. El que te hace sentir completo y seguro y muy triste solo de imaginar tu vida sin el otro. Ni “prolis”, ni banales promesas de eternidades, solo la caricia de cada noche, pero sin que falle. Nada de lazos indisolubles, ni convencionalismos, sólo el amor de cada madrugada.
Octubre es un buen mes para casarse. Ni frío, ni calor, ni lluvia, ni ventisco. Pasó la vuelta al cole y el verano, lejos están la semana santa y los turrones y aún no llegan ni la cuesta de Enero, ni las alergias de Mayo. Octubre es el mes más místico del año, el octavo del calendario romano. El ocho simboliza la prosperidad, la fertilidad y la abundancia. El mes de la siembra y las vendimias, de los ángeles custodios y cuando se caen las hojas como antesala maravillosa de un nuevo renacer. En octubre, hay que casarse.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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