Y volviendo con las anécdotas de bares, me remonto a la gira del primer disco.
Íbamos con prisa, no recuerdo dónde tocábamos, pero no encontrábamos ni un miserable bar en la carretera para hacer una paradita y comer bien. A mi me importaba un pito mientras fuese limpio, porque siempre comía ensaladas en los viajes, daba poca guerra, pero el resto de la banda no solía arriesgarse e intentaba buscar algo conocido por alguno de ellos o de oídas. Pero como no había manera, paramos a la fuerza en el único restaurante que no nos obligaba a salir de la autovía. Sin recomendaciones. Y es una pena que no recuerde el nombre del lugar, la verdad.
En total, contando al conductor, íbamos nueve personas, por lo que nos pusieron en una mesa grande muy cerquita de la puerta. Recuerdo que hacía calor, debía ser verano.
Cuando el camarero vino a traer la carta... GLUPS.
Supongo que debí ser la primera en percatarme del “detalle” y me entró el pánico.
Mi mezcla de educación y corte me hace imposible quejarme en los sitios de comidas (bueno, y de bebidas, y en las tiendas, y en la frutería....). Prefiero pagar a reclamar. Pero la mayoría de mi banda era más “normal” que yo respecto a esas cosas. Y bastante más escrupulosa. De hecho era EXAGERADAMENTE tiquismiquis.
Me da un poco de cosa hablar del “detalle”, porque a cualquiera le puede pasar, pero es que... socorro.
El camarero era un tipo con una gran nariz. Muy aguileña y con las aletillas levantadísimas. De esas narices peligrosas que nada pueden esconder. Que se ve hasta el cerebro. Esas narices desconcentrantes llenitas de pelambreras, con venas coloradas. Esas narices-putada.
Y bueno, al grano, uno de sus orificios nasales albergaba el moco más grande que había visto en mi vida. El moco más inmenso y asqueroso que haya vivido un público tan numeroso como el que ocupaba mi mesa. Un moco verdoso, costroso y consistente, tan solo posible -o eso creía yo- colocándote un gran pegote de blandiblú en el agujero. Como un sanjacobo. En serio. Algo increíble. De un diámetro de dos o tres centímetros sin exagerar y, exagerando, como un melón. Daba mucha cosa mirarle a los ojos. Una especie de mezcla de pena, grima y asco. Demasiados sentimientos encontrados. Y yo temblaba porque la banda se iba a dar cuenta y yo soy muy empática con la vergüenza ajena. “Ajena” refiriéndome a la que pasan los demás y que seguro que iba a pasar ese pobre hombre.
Y uno a uno, todos mis comensales se fueron percatando de ese señor moco, con la consiguiente mueca. No comentaban entre ellos pero LO VIERON. Iba por delante de la persona. Y, aunque es cierto que a cualquiera le puede ocurrir, lo que no veíamos normal es que los múltiples camareros y camareras del restaurante no le dijeran nada, joer, que estaba vendiendo comida y quitándote el hambre a la vez. Y por la espesez, tenía pinta de llevar horas con aquel “adornito”.
La cosa es que preguntó por los primeros y, menos yo, todos pidieron gazpacho.
-Con guarnición? -preguntó el hombre-moco. GUARNICIÓN, esa palabra tan desafortunada.
-Ehhhmmm... -todos se lo pensaron y yo les leí la mente: “mejor sin guarnición, por si se cuela parte del moco en los tropezones y se mimetiza con, por ejemplo, el pimiento verde”. Sin guarnición sería un cuenco con líquido sin cosas y CON admitía la posibilidad de que si volvía sin moco, no fuera por habérselo sonado. Era una ruleta rusa.
Nada más partir el camarero a la cocina, los comentarios fueron monotemáticos: moco p'arriba, moco p'abajo. Que si “vaya asco”, que si “mejor que vuelva con el moco en la nariz, y así lo tenemos controlado”, que si “como venga sin moco yo no como”. Aunque daba risa, yo no podía ni sonreír. No quería que le dijesen nada. Y menos en mi presencia.
Me arrepentí de haber pedido ensalada, consciente de que en la lechuga es donde mejor podía esconderse un moco. Y de hecho, la mareé pero no comí. Todo podía tener moco. Todo.
La gran vergüenza es que cada vez que venía el camarero, los integrantes de mi banda se tapaban la cara con las servilletas para no ver el moco (siento redundar), y le pedían, en medio de ataques de risa, tapados con el trapo.
Intenté buscar otra camarera, y a otra, y a otra. Y la respuesta siempre era:
-Pídan a su camarero (“el del moco”, retumbaba en nuestras mentes), que es el que lleva su mesa, gracias.- ains...
El Lin, que venía tocando la guitarra, fue a la cocina y le dijo a sus compañeros que por favor le dijeran que tenía un moco. Pero la contestación era “ya, si lo hemos visto, pero nos da cosa decírselo”. Por tanto, ocho tazones de gazpacho y una ensalada fueron recogidos casi intactos de la mesa. Y mientras iba y venía a traer pan, bebidas, cubiertos, el moco iba grabándose en nuestras mentes y mezclándose con nuestra imaginación.
Cuando llegó el segundo plato de ellos (yo pasé de pedir más), el Lin se levantó de la mesa indignado y se salió a la calle.
No sabíamos qué había podido ocurrir más.
Observé su filete con papas y... horror.
UN PELO DEL GROSOR DE UNA CERDA DE CEPILLO DE DIENTES DEL NATURA adornaba su plato. Jojojo...
Yo no hacía más que decir a Antonio, el que conducía, que pagásemos y fuéramos a otro lado, temiendo que se quejaran porque me daba super vergüenza (Antonio era el típico road manager de toda la vida, madrileño, buena gente, pero de modales castizos de su barrio. Con acento rollo “Pi-chi... es el chu-lo que cas-ti-ga”). Y en tono chuleta llamó al camarero del moco enorme. Socorro. Seguro que iba a liarla.
-¡Vamos, a ver! -gritó en tono amenazador.
El camarero -pobretico mío, por mucho moco que tuviera- puso cara de susto.
-Esa carne tiene un pelo asqueroso, tengo a media banda saliendo y entrando, y sin comer, y todo por... ¡qué asco!.
El camarero se sonrojó, y más aún cuando escuchó:
-¡HAGA USTED EL FAVOR DE QUITARSE ESE MOCO QUE TIENE EN LA NARIZ, POR DIOS, HOSTIAS, Y DÍGAME QUIÉN ES EL DUEÑO DE ESTO!- yo quería desaparecer.. y lo hice.
Me levanté de la mesa muerta de todo y escapé, pero no acabó aquí la cosa.
A los cinco minutos Antonio vino a por mí, me cogió del brazo y me sentó en una banqueta, frente a un hombre muy arreglado del Restaurante.
El que debía ser el dueño me decía (a mí, encima!):
-lo siento, lo siento, “lo del moco” le puede pasar a cualquiera, pero es cierto que lo del pelo se podía haber evitado, tiene razón. Yo ya me imaginaba que echaban al tipo, que su familia moría de hambre por mi culpa, que sus hijos caían en la droga...
No daba crédito. El pobre hombre se disculpaba conmigo, sin yo haber dicho nada. Habían puesto mi nombre y mi cara para quejarse, con el corte que me daba a mi. Casi lloro.
No podía levantar la cabeza, e incrusté la barbilla en mi pecho muerta de fatiga sin saber qué decir, mientras Antonio le gritaba:
-¡Una artista, he venido con UNA ARTISTA (socorro, eso me daba más corte aún) y sus músicos y no ha podido comer ninguno por el asco del “moco” paseando por la mesa y ningún camarero se lo ha querido decir, y encima el pelo ese gordo! .
Tierra trágame.
Finalmente el dueño no nos cobró nada más que las bebidas, se disculpó, pero yo no pude mirarlo a la cara ni articular palabra alguna. No sé si pensó que de pura creída, pero la realidad es que fue por pura vergüenza. Y tal asco tengo recordándolo que creo que no voy a contar cuando fuimos al bar lleno de moscas muertas. Puñaos de moscas. Moscas momificados pegadas en las cabezas de un toro disecado. Moscas debajo de las servilletas. Os lo evito.
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