Encendido de brasero
La noche de todos los santos, Halloween para los enrollados, no salí de casa. Más por vergüenza ajena que por miedo. Veo muertos vivientes cada día, pero esa noche van vestidos de nadería. Y no acabo de encontrarle la gracia a este carnaval de otoño. No trato (ni truco) de plantearlo desde un punto de vista de tradición impostada, de juego insulso, de parque temático patrocinado por Disney Channel. Sencillamente, me aburre soberanamente la enésima excusa para exagerar una diversión para la que no necesito dopaje. La repetición de las situaciones, los ciclos en la vida, sólo tienen sentido cuando sirven para reconocerse. Y yo, francamente, no acabo de verme con un ojo ensangrentado, con un brazo gangrenado, con las ojeras de luto, con la dignidad hecha unos zorros. ¿Alguien se ha detenido a comprobar cuándo comenzó esta cabalgata de terror cómico? ¿Cuándo y por qué se generalizó esta performance coral? Más que nada, me gustaría saberlo antes de que alguien, dentro de no demasiados años, aparezca diciendo que fue así desde siempre, que en la guardería ya recuerda que le pintaban un tornillo atravesado en la cabeza, un costurón en la meijlla. Más prudente, ejecuto mi modesto ritual de estrenar la temporada de brasero, como un particular pebetero de invierno con el que intimar mis juegos de salón.
Yo, que no había visto una calabaza con ojos desde “Un, dos, tres, responda otra vez”, asisto perplejo a una vuelta de tuerca más en la suplantación cotidiana de la realidad, una forma de sustituir la sucesión de relatos con que aprendimos a entenderla e interpretarla. Una vida casi sin pasado ni futuro. Un escenario de iconos combinados. Una ironía coincidente con el fallecimiento de Arthur C. Danto. La muerte abrazando el fin del arte. la vulgarización de los sucedáneos. Un aquelarre que acaba en perol.
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