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Uno de los nuestros

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Paco Merino

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“En el Real Madrid no hay debates sobre cuántos madrileños hay en el equipo. Lo que les importa es ganar y no si el jugador ha nacido en un sitio o en otro”. Me lo dijo una vez alguien que manda (mucho) en el Córdoba y me ofreció, a la par que una exposición diáfana de su modo (respetabilísimo) de entender el fútbol, un argumento perfecto para ser aliñado con un buen chorreón de demagogia. Y lo voy a hacer.

Mire usted. El Real Madrid no es que esté preocupado por ganar, es que vive de eso. Su negocio se sostiene por los títulos. Sus aficionados, que son millones, alimentan su pasión con el ansia voraz de conquistar campeonatos y salir airosos en las rivalidades históricas que empiezan con el Barcelona, pasan por el Atlético de Madrid, siguen con los grandes clubes europeos y desembocan, básicamente, en todos los que se cruzan en su camino sea donde sea. Porque el Real Madrid tiene que vencer y ser fiel a su marca. Pero resulta que el Córdoba no es el Real Madrid, ni el Barcelona, ni el Milán, ni el Liverpool. El Córdoba CF es el club de la ciudad de Córdoba, que estuvo 40 años viendo un decimosegundo puesto en Segunda División como techo histórico. Y sobrevivió. Ahora lleva cuatro años, desde que lo compró Carlos González, haciendo cosas interesantes. De momento, ha dejado de ser un perfecto club intrascendente, lo que hay que interpretar -seamos positivos- como un éxito. Los resultados deportivos de este periodo se resumen en un play off, una salvación holgada, un ascenso a Primera y un año muy malo en la elite. Un cuatrienio francamente divertido y excesivo en todo. El Córdoba es experto en celebraciones y en tragedias.

¿Y a qué viene todo esto? Viene por lo de Fran Cruz. Miren. El Córdoba está acostumbrado a sufrir, a pasarlo horrible, a enroscarse sobre sí mismo en su dolor. Y cuando eso sucede, yo me acuerdo de Perico Campos resoplando con las medias bajas y el brazalete de capitán, de Luna Eslava chillando a sus compañeros para defender un punto en el descuento o de Fran Cruz, con los brazos en jarras, mirando emocionado a unos seguidores que cantan el himno en una grada rival. Gente de aqui, el cemento del mosaico. Seguramente no sean como Beckenbauer (curiosamente, todos los nombrados son defensas centrales), pero su aportación trasciende a lo que puedan dar en el verde. Son la identidad de un club, los depositarios de la maravillosa ficción que sostiene la cantera: un niño puede llegar a jugar en el equipo de su ciudad. Puede ser titular, despuntar, ser traspasado a un grande y regresar para retirarse, componiendo el ciclo perfecto. O puede ser un hombre de club, un honrado profesional que esté para lo que se necesite y que tiene el respeto del resto cuando habla dentro de un vestuario.

A Fran Cruz le han invitado a irse de su casa. Le quedan dos años de contrato y le han dicho que se busque una salida. “Ha sido más duro que cuando me dijeron que no iba a estar en el equipo en Primera”, ha confesado el defensa. Su año de cesión al Alcorcón no ha sido brillante, de acuerdo. Pero el Córdoba es distinto. Cuestiones como el compromiso pueden resultar, y en Segunda quizá más, de un valor incalculable. Puede que su descarte sea por motivos futbolísticos o por fricciones en la relación o por un poco de todo. Se le echará de menos. A él y a gente como él. Como Bernardo. Es su hermano y el Córdoba le mandó el verano pasado al Racing de Santander para que se fogueara. Allí ha jugado todo lo que puede hacerlo un chico de 21 años a préstamo en un histórico en pleno naufragio. El pequeño de los Cruz, que en su día -cuando era internacional juvenil al lado de Fede Vico- rechazó una propuesta de la Juventus, sigue pensando en triunfar en el Córdoba. Igual que su hermano. A día de hoy, al menos uno lo tendrá más complicado. Pero apuesten a que no se va a rendir ninguno.

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