Rafael Jaén: Cuando el fútbol era cosa de hombres
Siempre ha sido un hombre de verdad. Fuera del campo y, principalmente, dentro del rectángulo de juego. Ahí imponía sus leyes. Él, como tantos, escuchó de boca de sus entrenadores uno de los clásicos axiomas del fútbol: “Pasa el jugador o el balón, pero no los dos juntos”. Se lo tomó al pie de la letra y convirtió su oficio en un arte. Impedir goles era su función principal, aunque Rafael Jaén sabía hacer más en la posición que en su época se denominaba genéricamente centrocampista y ahora llaman pivote defensivo. Tenía llegada y despachó algún curso especialmente memorable, como la campaña 74-75 con el Sevilla. Hizo 10 tantos en Segunda, cuatro menos que el legendario Biri-Biri, y los hispalenses ascendieron a Primera.
Era duro Jaén. Lo necesario para que el adversario entendiera que la tarde iba a ser poco menos que una pesadilla. Eso de la intimidación siempre se ha llevado mucho en el deporte profesional. De palabra y de obra. Los americanos lo llaman “trash talking”. Te minan la moral contándote al oído cositas que no te gusta escuchar. Aquí, en los campos de fútbol españoles de los setenta, iban más a la directa. Una presentación áspera, un escatológico recuerdo para familiares fallecidos o el dudoso honor de la parentela, y finalmente una patadita graciosa para reafirmar las intenciones. Jaén formó parte de equipos que han pasado a la historia por la contundencia de su estilo. El titán de La Corredera aportó lo suyo. Repartía estopa si se terciaba, pero también movía la pelota con criterio. Así se sentía a gusto, aunque sin llegar a las cotas que llegó a confesar Pasarella. El mítico futbolista argentino se mofaba de los “pobres ingleses” porque “daban patadas por necesidad” cuando él lo hacía “por placer”. A Jaén, más que la necesidad o el placer, lo que le movía a actuar como lo hacía era un extraordinario sentido del deber. Siempre demostró respeto al oficio de futbolista, que en sus tiempos era cosa de hombres.
Rafael Jaén Rodríguez (Córdoba, 1949) se crió en los soportales de La Corredera. Llamándose Jaén, jugó en Córdoba, Granada y Sevilla. Esencia de fútbol andaluz. En esta comunidad autónoma -en aquel tiempo, región- desarrolló su carrera: diez años en Primera y dos en Segunda. Para la retirada se marchó el Levante, donde jugó un curso más en Segunda antes de regresar a su tierra. Durante muchos años, los aficionados cordobeses siguieron a través de los periódicos las aventuras de un chico al que todos llamaban “El Cone” -de “conejo”, su apodo infantil- y cuyos éxitos paliaban, en cierta manera, el desencanto de ver cómo el Córdoba cerraba su edad de oro para convertirse en espectáculo de sufridoras minorías.
A Jaén, que se metió a futbolista lo mismo que pudo ser torero, se le dispararon los biorritmos cuando le dijeron que Marcel Domingo le quería tener para el primer equipo del Córdoba. Apenas había cumplido los 18 y era uno de los talentos más prometedores de la cantera. El 4 de febrero del 68, en el estadio Benito Villamarín, formó al lado de Simonet, Navarro, Juanín… “De aquí no me mueve nadie”, pensó el chaval. Acabó jugando cinco partidos y en la siguiente campaña, la 68-69, ya era titular. Se dejaba el pellejo en cada encuentro. Era un niño que parecía mayor con la pelota en los pies.
Luego llegaron las convocatorias con la selección para los Juegos Olímpicos de México 68 junto a Crispi, con la de aficionados y con la absoluta (aunque no llegó a debutar) en el Bernabéu frente a Italia (2-2,en febrero del 70). Sí vistió una vez la camiseta de “La Roja” -por entonces la selección de España- en un amistoso ante el Hannover 96 alemán (1-0, con gol de Luis Aragonés). El once lo tiene grabado en la memoria: Iríbar, Sáez, Gallego, Violeta, Jaén, Eladio, Amancio, Velázquez, Gárate, Asensi y Pujol. Su proyección personal contrastaba con el declive de su Córdoba, que descendió a Segunda.
Por contratar a Jaén se peleaban varios clubes. En el pujante Granada, que se lo llevó por algo más de cuatro millones de pesetas y un amistoso, marcó una época en el que dicen las crónicas que fue el equipo de fútbol más duro de la historia de la Liga española. Allí compartió vestuario con tipos de estética carcelaria y maneras contundentes que llevaron al club de La Alhambra a las mayores cotas deportivas de su historia, a costa de que se conociera al estadio de Los Cármenes como el de Los Crímenes y que los uruguayos Aguirre Suárez o Montero Castillo –padre de Paolo Montero, otro central expeditivo que brilló en la Juventus– pasaran a la leyenda por su particular concepción de la virilidad sobre un terreno de juego. El cordobés, que lo mismo rendía en el centro del campo que incrustado en el eje de la defensa, vivió en las filas granadinas un episodio mítico: fue uno de los encargados de marcar a Johan Cruyff en el debut del holandés en la Liga. El astro metió dos goles aquel 28 de octubre del 73 (4-0). “No había forma de pararle”, confesó.
Cuatro años después le fichó el Sevilla, donde encajó como un guante: el estilo racial y solidario del cuadro hispalense era el suyo. En Nervión le recuerdan como uno de los hombres clave en una época de sufrimiento y éxtasis, de ascensos a Primera y orgullo recuperado, al lado de nombres como Paco, Montero, Pablo Blanco, Julián Rubio o Lora. Jugó su último minuto en Primera en el Nou Camp antes de pasar un año más en el Levante -al lado de un amigo cordobés, Paco Varo- y regresar a casa para dedicarse a sus negocios de joyería. Aquí alivió sus ganas de fútbol en equipos de la provincia y modestas formaciones locales.
Tuvo un paso efímero por el Córdoba, que le recuperó para la causa en una de las etapas más convulsas de la entidad. El empresario Rafael Gómez buscaba el modo de llevar al club a Primera División y la gestión de la entidad, sujeta a caprichos y condicionada por los intereses, era caótica. “Este fútbol ya no es el mío”, llegó a decir en plena vorágine blanquiverde. Le llamaron para que se hiciera cargo de la dirección deportiva, pero terminó enfundándose el chándal y ocupando el banquillo al lado de Juan Verdugo. Un tándem peculiar. El ex madridista, flemático, miraba los partidos sin apenas levantar una ceja mientras El Cone, un torbellino, se desgañitaba dando voces o pegando patadas al banquillo. Una experiencia al límite. Aquello lo mató y se fue para no volver, traumatizado al comprobar que lo que durante tantos años le hizo disfrutar se había convertido en una tortura cotidiana, un negocio en el que no se respetaba a nada ni a nadie. Lo dejó.
“No es por los futbolistas, sino por todo lo que rodea el fútbol, los intereses que hay, el tema económico... Ya no hay la amistad de antes. Un jugador dura seis meses en un sitio y se va a
otro lado, así que no puede querer a un club como lo queríamos nosotros. Ahora jugamos los veteranos y seguimos siendo amigos. Hay muchos extranjeros, no existe el acercamiento acercamiento de antes. Me gusta el fútbol y veo algún partido interesante, pero... Soy un loco del fútbol; más que yo, no existe, pero no me gusta. Ya no es fútbol, son negocios. Yo soy futbolista y deportista. Soy un loco del fútbol, pero me he aburrido“, reflexionaba en las vísperas de un partido entre Córdoba y Granada, ambos en Segunda B. Ahora los granadinos están en Primera y los blanquiverdes en Segunda.
Jaén, el Cone, trasladó a los campos de juego los valores de la calle, la picaresca para buscarse la vida y los afectos mostrados con vehemencia. Cordobés guasón y con retranca, siempre fue así, peculiar y excesivo, capaz de propinar al rival un catálogo de entradas dignas de aparecer tipificadas como tentativa de asesinato en el código penal para después, terminado el duelo, invitarle a una cerveza y contarle sus últimos chistes.
0