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Sobre este blog

Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.

Por favor, siéntate

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Anna Freixas

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Llevo años y años observando algo que cada vez me molesta más; no sé si a vosotr@s os pasa lo mismo.

Nos hartamos de hablar acerca de lo mal educadas que nos parecen las gentes jóvenes, que si esto, que si lo otro y, sin embargo, cuando se comportan de manera cortés, respetuosa y considerada, levantándose del asiento en el autobús, en el metro o en cualquier espacio público donde van cómodamente sumergidas en su teléfono listillo y nos invitan a que ocupemos su asiento, decimos que no. No!, no!, no hace falta! decimos orgullosamente y seguimos ahí de pie, balanceándonos peligrosamente, agarradas a las barras, porque nosotr@s somos jóvenes y no me ha mirado bien. Siempre creemos que no somos suficientemente viej@s para merecer este buen trato.

Ese joven, esa joven, ha tomado la decisión de abandonar su cómoda posición porque nos ha visto mayores que ellas y piensa que posiblemente viajaremos mejor sentadas. Con esta conducta sienten que devuelven los cuidados que reciben de las personas mayores de su alrededor, en una cadena de atenciones a la que pueden contribuir con ese gesto sencillo. Lo hacen poniendo en práctica lo que le han enseñado en casa, en la escuela, en la pandilla. Piensan que están haciendo lo correcto.

Pero esta peculiar relación de pánico con la edad no queda ahí solo. Hay montones de situaciones en las que asoma la patita: en nuestro lenguaje qué bien estás, no pareces la edad que tienes, en nuestra desesperada búsqueda de la apariencia juvenil y en tantas otras situaciones. Pero hay una que me parece próxima a la del autobús y es cuando nos llaman señora y un escalofrío recorre nuestro cuerpo pensando que ese término implica que nos ven viejas. Cuando, en realidad, es una muestra de que nos están tratando en igualdad con los hombres a quienes nadie se le ocurriría llamar señoritos. Un ejercicio de ciudadanía donde no somos nombradas en función de nuestro estado civil o nuestra edad y recibimos un tratamiento neutro que nos libera de todo estigma.

Con nuestra conducta edadista, nosotr@s forever young, estamos desalentando unas conductas cívicas en las que reside la semilla de otras posibles buenas prácticas que con el paso de los años vamos a reclamar con enfado y santa ira. Entonces diremos que hay qué ver lo poco educada que es la gente y señalaremos la falta de políticas ciudadanas de atención y cuidado de las personas mayores. Pero no nos acordaremos de que con nuestra conducta empestilladamente juvenil hemos estado durante años invitando a la ceguera de la edad.

No veo nada mejor, ni más educativo socialmente, ni más generoso y amable, ni más natural y deseable, que aceptar con amabilidad esta invitación, con una sonrisa de agradecimiento y sabiendo que en este acto social estamos colaborando a la creación y mantenimiento de una sociedad de personas que nos vemos unas a otras, que nos evaluamos y cuidamos, que nos sentimos parte de una comunidad de todas las edades en la que circula el bienestar.

Así que, por favor, siéntate y sonríe.

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Soy una barcelonesa trasplantada a Córdoba, donde vivo creyendo ser gaditana. Letraherida, cinéfila aficionada, cultureta desde chica, más despistada y simple de lo que aparento y, por lo tanto, una pizca impertinente, según decía mi madre. Desde antes de tener canas, dedico buena parte de mi tiempo a pensar y escribir sobre el envejecer, que deseo armonioso. Soy una feminista de la rama fresca. Yo, de mayor, vieja.

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