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Sobre este blog

Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.

Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.

'Los buenos profesores': esa difícil vocación

'Los buenos profesores'.

Octavio Salazar

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Pocas cinematografías como la francesa han puesto tanto el foco en la educación, tal vez como consecuencia de un sistema republicano y laico que hace siglos tuvo claro que la escuela juega un papel esencial en la salud democrática. Algo que en nuestro país, sin embargo, pareciera que nos cuesta asumir, sobre todo desde el momento en que la educación ha sido siempre un arma arrojadiza entre los partidos y nunca ha jugado el papel esencial que, por otra parte, le reclama la Constitución, es decir, ser educación para la ciudadanía. Tal vez porque, entre otras cosas, seguimos soportando el lastre de una educación concertada de ideario católico a duras penas compatible con los valores constitucionales. Es decir, porque no hemos completado la transición desde el régimen del nacionalcatolicismo al de una sociedad laica. En este sentido, es llamativa la poca atención que el cine español ha prestado a este contexto, con honrosas excepciones como la más que notable Uno para todos (2020).

Los buenos profesores es la última de esas producciones francesas que se desarrollan en el ámbito educativo. A diferencia de otras películas similares, la película de Thomas Lilti se centra en las profesoras y los profesores de un centro de secundaria, y en cómo su trabajo se entrecruza con sus vidas, en ese complicado equilibrio que supone siempre compatibilizar una dedicación que supone tanta entrega emocional con las luchas cotidianas de quienes fuera de la escuela siguen siendo alumnos de la vida. En este caso, el alumnado, si bien está presente, con constituye la trama principal, sino que son los dilemas y encrucijadas de los y las docentes las que se van cosiendo en un guion aparentemente sencillo pero que nos habla de muchas cosas profundas.

De entrada, de la cada vez más compleja realidad de una profesión, la de docente, que exige una vocación indiscutible y que, en paralelo, continúa sin tener el prestigio que debiera. En este sentido, es muy significativa la conversación del protagonista, un joven que llega por primera vez a las aulas (interpretado por el siempre correcto Vincent Lacoste) con su padre. Este no hace sino reprocharle que se haya conformado con ser docente, cuando las expectativas que había puestas en él auguraban un futuro más brillante. El joven, sin embargo, irá descubriendo que su lugar en el mundo son las aulas y que tal vez en ellas logre encontrarse y reconocerse.  La película, desde esta perspectiva, es un retrato de lo complicado que es descubrir y asumir una vocación, sobre todo cuando ella supone la necesidad de reinventarte casi a diario. Y en la que, pese a los muchos momentos de soledad, es esencial la comunidad que forman quienes participan en los procesos educativos.

Los buenos profesores, a través de una serie de fragmentos que casi de manera impresionista nos dibujan todo un año académico, sin caer en los lugares comunes de tantas películas y series con adolescentes, nos habla también de las tensiones siempre presentes en el ámbito educativo como son las presiones administrativas y burocráticas, los imperfectos y dudosos procedimientos con los que se persigue mantener el orden y la disciplina, o la necesidad de que el profesorado sea consciente del momento que le ha tocado vivir y del material humano que tiene entre manos. En este sentido, es muy interesante el retrato del profesor veterano que va siendo consciente de que el alumnado se aburre y de que él no está siendo capaz de hablar su mismo lenguaje (en paralelo a las dificultades de comunicación que tiene con su propio hijo). Todo ello en un mundo en el que ya han dejado de servir los manuales de siempre y en el que es más fácil encontrar respuestas en los tutoriales de Youtube.  Una realidad en la que también los más jóvenes se hayan perdidos y desconsolados con frecuencia. 

Con un reparto que es lo mejor de la película – y en el que junto a Lacoste sobresalen François Cluzet y Adèle Exarchopoulos -, Los buenos profesores nos muestra ese microcosmos que acaba siendo un centro educativo y las complejas aristas de un trabajo en el que, tal vez más que en ningún otro, el estado emocional del docente es clave para poder enfrentarse a un aula donde debes comunicar, seducir y enseñar. En esta línea, la historia de la profesora que también es madre que no sabe bien cómo lidiar con un hijo violento y perdido nos muestra cómo la vocación de la docencia es de esas en las que la vida está siempre a punto del precipicio. Demostrándonos que por muchos manuales que nos hayamos estudiado, los días, la paternidad, los amores, la familia, los deseos, desbordan completamente la solo aparente firmeza que encierra la palabra maestro. 

Los buenos profesores, en fin, nos muestra, en lo que es una constante del cine francés, que la educación, como nos ha enseñado bell hooks, entendida como práctica de la libertad, “nos permite confrontar los sentimientos de pérdida y restaurar nuestro sentido de conexión. Nos enseña cómo crear comunidades”. Un horizonte hacia el que se solo es posible caminar desde la más radical vocación y sin perder de vista que no es posible educar sin esperanza. 

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Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.

Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.

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