Érase una vez La Carlota...
[Mural sin título donado por Juan Serrano a la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba]
Érase una vez una chica de mirada parlante que se llamabaaa... digamos que se llama María. María nació en La Carlota, un pueblo de la campiña cordobesa pero sus diez primeros años los pasó en una aldea cercana, rodeada de campo y animales. Ahora que vive en Córdoba capital, una de las cosas que más echa de menos es la naturaleza de su niñez.
María no debe tener más de treinta años pero ya lleva al menos diez independizada en Córdoba. Cuando eres joven tomas decisiones que cambian tu vida radicalmente, y ella tomó la decisión de dejar sus estudios en pro del trabajo en una fábrica. No sé si es algo de lo que se arrepintió, no se lo he preguntado; no sé si lo hizo por necesidad o por convencimiento, ni creo que a ninguno nos interese. Lo que sí sé es que un día decidió hacer la maleta y mudarse a Córdoba en busca de “mi futuro”: compaginaba dos trabajos con sus estudios –que decidió retomar– con el primer potaje, la primera lavadora de ropa delicada, la casa vacía de abrazos al final de la jornada... y la confianza del “ya pasará”.
De cuando niña apenas conserva el recuerdo de unas pocas amigas. Las nuevas etapas separaron sus caminos y fueron perdiendo el contacto. Sin embargo, la E.S.O. “que me pilló en octavo” fue determinante. Casi no hace falta que me cuente con palabras, parece que escuche en sus ojos las carcajadas, que sienta el cariño y los buenos ratos, la ruta por los pueblos cercanos apretados todos en dos coches, las noches sin parar de bailabailarbailar y “nuestra coca-cola”.
Sin duda, la fiesta que disfrutaban con mayor intensidad no podía ser otra que la Romería de San Isidro Labrador, el 15 de mayo. Si no lo sabes, yo te lo digo, las romerías en los pueblos no pueden compararse a ninguna otra fiesta; cuando asistes a una ya no piensas en otra cosa: “madre mía, que me inviten a la próxima”. María y sus amigos iban de acampada unos días antes a la zona en la que celebraban la romería. Montaban allí sus tiendas y las cargaban de comida y refrescos, porque bien es sabido que el campo “da mucha hambre”. Algunas veces llevaban coches viejos, que ya no tenían ITV ni nada, para “gamberrear” un poco con ellos. Entre todos los pintaban de colores y después los conducían en una explanada del campo, donde no había peligro. Algún percance tuvieron de caídas o topetazos, pero nada grave porque, al fin y al cabo, sólo buscaban hacer el gamba un rato.
El día de la fiesta las familias acudían y buscaban su chaparro para compartir la abundante comida y la alegría. A media tarde llegaba lo más esperado, después de comercomercomer: ¡el arroz! No podía faltar en la romería, sin el arroz de las seis o las siete de la tarde la romería no era romería.
Resulta llamativo cómo a María se le cambia la mirada cuando habla de sus amigos y amigas de La Carlota, de aquellos años “locos”, de las reuniones, los pegos y los bailes. Parece que me hablen sus ojos parlanchines, que sean un portal de tiempo y el espacio. De repente, alguien me ofrece una coca-cola, subimos a un coche “fulanito dice que salgas tú primero y él te sigue”, menganita se repasa el color de los labios con un espejo que extrae del bolso, el copiloto “tú tranquila que con el carnet de mi hermana pasas, tú tápate el lunar”, María me cuenta lo que ha pasado en la otra clase esta mañana, y hoy no tengo hora para volver a casa.
Pincha y escucha la huida de una culebra: El culo de mi amiga
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