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Urgencias cotidianas

Elena Lázaro

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Si la escena no hubiera sido tan patética, podría haber sido la excusa para empezar un relato sobre la madurez y el autoconocimiento. Si el momento no hubiera rozado el ridículo de la manera que lo ha hecho, podría haberlo utilizado para escribir sobre el trauma de envejecer. Si el absurdo no hubiera caricaturizado el suceso, podría incluso haber inspirado una historia de crisis y reconstrucción personal de esas que llenan manuales de autoayuda y salas de cine un sábado por la tarde.

El guión hubiera presentado a la protagonista recién entrada en los cuarenta, en la cima del éxito profesional y el buenver, víctima del estrés y de su enfermiza obsesión por alcanzar la perfección física e intelectual. La más mona, la más profesional, la más inteligente, la más intrépida, la más interesante, la más, la más, la más…

El nudo de la narración la hubiera enfrentado a una enfermedad grave que le relevara la única verdad posible. Paulo Cohelo hubiera salido al final del túnel y hubiera sentenciado: “ése no es el camino a la felicidad; lo importante está en las pequeñas cosas; el éxito no se mide en euros…” o algo por el estilo. La caída del caballo hubiera dejado a San Pablo a la altura del betún.

El desenlace la situaría retornando desde el abismo del egocentrismo hacia una vida sencilla plena de sonrisas y momentos de paz, tras unas reveladoras escenas de autorreflexión -aquí podría ayudar una buena voz en off o una banda sonora bien instrumentalizada y serena-. Podríamos concederle incluso la licencia de dejar algún capítulo sin cerrar, quizás el de su posible dedicación al arte ¿Acabará convertida en una relevante y algo excéntrica escritora? Bastaría con una leve insinuación a pocos minutos del final. Lo que sí debe quedar claro es que la verdad le ha sido revelada por una crisis grave. Unos meses en coma, un infarto, algo así.

Pero no. La realidad se empeña en no regalarme momentos así de épicos. La realidad puede concederte la gracia de que la historia comience igual que la ficción. Allí está la prota plena de éxito llenando la mochila a base de nuevos proyectos, nuevas metas inalcanzables. Inconformista por definición, incapaz de negarse a cualquier nueva aventura profesional. La reencarnación de las que dieron la guerra para probarse sobrehumanas. La realidad puede, todo lo más, regalarte un momento parecido al de la gran revelación. Allí está ella camino del hospital, en plena crisis. Convencida de estar sufriendo el infarto final, la parada que la llevará a la muerte o a la incapacidad. Ha perdido la batalla. Tendrá que cambiar de vida por decreto médico.

Pero la realidad no irá más allá. No habrá enfermedad terminal ni apóstoles de la verdad verdadera que le revelen el camino al final del túnel. Todo lo más un médico en el área de ingresos del servicio de urgencias de un hospital que sentencie: “ea, ya tenemos otra estresada de los cojones creyendo que se muere. A ver, Mari, hazle hueco en las consultas y que pase cuando toque, pero coloca antes a los nigerianos en la cola de la 11”. Y allí va Mari empujando la silla de ruedas con la prota, a la que aparca en la puerta de la consulta 12 justo antes de pedirle a gritos y palabras silabeadas a un matrimonio negro que “es-pe-ren-us-te-des-en-la-pu-er-ta-don-de-po-ne-on-ce—un-uno-y-o-tro-uno”.

Con la de cosas que tiene que hacer Mari, que aún le queda pasar por el Mercadona y repasar las tareas con la niña y pasar por el gimnasio y tomarse una caña con su amiga depresiva y eso y lo otro. Y aquí está en una sala de espera donde las camillas repletas de ancianos componen un mosaico de decrepitud sólo suavizado por la ternura de quienes los acompañan sosteniendo sus manos y acariciando sus caras mientras desde megafonía una voz advierte: “un solo acompañante por enfermo y bajen la voz o tendremos que llamar a seguridad”.

Con semejante ambientación no hay quien componga una narración coherente con la moraleja coheliana ¿lo bueno está en lo cotidiano? Mis ovarios lo cotidiano.

La realidad es esa sala de espera con personas enfermas de verdad y de mentira; con una adolescente con pijama de Snoopy que se ha atiborrado de ansiolíticos esperando junto a su madre; con un albañil que se ha clavado una puntilla en la planta del pie y sostiene la gasa hasta que le toque el turno en enfermería; con una nonagenaria que le ruega a su marido que se siente y no espere de pie junto a la camilla o acabarán los dos ingresados; con una madre que le suplica a su hijo que le cambie el pañal porque ya lleva dos horas que se cagó encima y le da mucha vergüenza verse así; con enfermeras que riñen a celadoras por obstaculizar los pasillos con pacientes… con una estresada que se levanta de la silla y pide el alta voluntaria. Y vuelve en taxi convencida de que su vida seguirá siendo igual porque le gusta ser así porque no lo va a abandonar todo a cambio de una vida sencilla de paz y sonrisas.

No hay voz en off ni banda sonora mientras mira a su alrededor esperando que ninguno de los enfermos reales se haya dado cuenta de su ridiculez. Tampoco hay guión que insinúe la posibilidad de acabar convertida en escritora. Al fin y al cabo su historia no nada para novela, todo lo más para un relato. Quizás se tome la tarde libre y lo escriba.

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