Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Postureo #feliz
Yo les juro que lo intento. Bueno, yo no juro, yo prometo, pero para el caso es lo mismo. En verdad les digo que cada vez que me siento delante del teclado y la pantalla en blanco tengo la intención de escribir algo profundo, de lograr un relato que remueva el pensamiento y las emociones de quien cometa la imprudencia de leer las palabras que junto. Pero proponérselo no rima como conseguirlo.
Dudo seriamente de la utilidad de mis historias, pero tampoco importa, porque la certeza de su ineficacia no resta un gramo a la necesidad que siento. No sé si la necesidad o el empeño pueden medirse en gramos, pero el mío por la narración pesa toneladas.
Llevo dos semanas tratando de contenerme porque el motivo de mi desvarío semanal esta vez es tan evidente que estoy segura de que no requeriría más de un párrafo, pero, insisto, eso no importa. Acabaré igualmente soltándoles el rollo más o menos adornado.
Si no quieren seguir leyendo puede ahorrarse el rato escuchando esta canción de María Peláe. “Y quién no…” Ella lo explica infinitamente mejor que yo y, a mayores, puedes bailar ese alegato contra la ridiculez del postureo en las redes sociales. Un universo virtual de gente guapa, feliz y saludable de frases profundas e idílicos paisajes. Un mundo en el que todo el mundo despierta ya perfecto.
He dedicado algún tiempo a buscar las semejanzas y diferencias de comportamiento en redes sociales entre personas de diferente edad, género, creencias y estado civil. Ha sido sólo un acercamiento observacional. Vamos, que he repasado mis redes y las de mi hija adolescente. Después de pensarlo un rato, tampoco demasiado, que no ando sobrada de tiempo ni de neuronas, he llegado a la conclusión de que la única diferencia es que la chavalada necesita menos filtros que los maduritos para lucir, como canta la Peláe, “jasta feliz”.
Tengo doctas amigas en la materia que me han explicado una y mil veces cómo debo posar ante la cámara: “muerde pómulo, sonríe con los ojos, baja la barbilla y gira ligeramente la cabeza hacia la izquierda”. Mis hijas se rindieron hace tiempo: “mamá, no abras tanto los ojos… por dios, mete barriga… ponte derecha… echa los hombros hacia atrás”. No hay manera. Mis músculos faciales parecen detectar los objetivos a kilómetros tensándose de inmediato y mi cuerpo es sencillamente incapaz de relajarse para conseguir una de esas fotos de naturalidad artificial que marcan los cánones de la estética instagramer.
Pero que sea una inútil para el posado no me incapacita para entender el secreto del éxito 2.0. De hecho, sé con total seguridad que una buena imagen no requiere mil palabras, pero sí al menos un parrafito que refrende el “jasta feliz”. En esto la madurez gana por goleada a la adolescencia. Los pies de foto, pasada la treintena, son un alarde de adjetivación a base de sustantivos #felicidad #amistad #paz #salud #atardecer #sonrisas #amor… Tienen permiso para parar y vomitar por el exceso de merengue, aunque ya voy terminando.
El asunto es que no hay forma de encontrar en las redes un destello de realidad que recuerde al respetable mientras desliza su índice por la pantalla que la vida mancha una mijita más de lo que parece en Instagram, Tinder o Facebook, si es que sigue habiendo vida allí; que una sonrisa adolescente perfectamente encuadrada puede esconder una inseguridad brutal y un grito desesperado por la aceptación social; que una colección de posados en terrazas y locales de moda, a veces, no es más que la careta de diversión para sobrevivir a la soledad; en definitiva, que el muro no nos deja contar la vida.
Y no es que venga yo a descubrirles nada nuevo, que seguro que lo canta la Peláe y les cuenta la Lázara es algo que saben desde hace tiempo, pero ya les advertí que, a pesar de la intención, estos párrafos míos no consiguen nunca la profundidad intelectual anhelada. Les pondré un buen filtro y a ver qué pasa, que diría la Bandini.
#FIN #THEEND #SeAcabó #AOtraCosa
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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