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La madre que soy

Elena Lázaro

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Sin pretenderlo ni pensarlo ni gastar una gota de pegamento ni pasar por El Corte Inglés, mi hija pequeña me hizo el martes el mejor regalo que una madre puede esperar una semana como esta.

Fue nada más salir del colegio. Me contó cómo iban los preparativos del baile de fin de curso y volvió a pedirme que me ocupara de la coreografía. Ante mi negativa -las razones me dan para un post completo- comenzó a llorar. La calmé y animé mostrándome convencida de que no era necesaria mi presencia para que lo hicieran bien. Entonces dijo:

- Mamá, tú no lo entiendes. Me da igual el baile, lo que yo quiero es poder chulear de madre.

¡Chulear de madre a 5 minutos de entrar en la adolescencia!

Disculpen que me regodee, pero sé lo que me espera. Soy madre de otra adolescente, que moriría antes de reconocer que ha sido su madre la que ha obligado a replantear la fiesta de graduación por no estar conforme con las medidas de seguridad de la discoteca elegida.

Soy una madre pesada, muy pesada. Empleo más de la mitad de mi día en exigir orden en sus habitaciones, reclamar que recojan sus platos y aunque las chicharras canten a coro en las calles yo las persigo por el pasillo para asegurarme de que cogen una rebeca por si refresca. Soy un verdadero tostón y encima he perdido el sentido del ridículo, que es exactamente lo contrario de lo que desea cualquier adolescente. Como me dijo mi hija mayor un día en una fiesta: “¿es que no puedes ser una madre normal? ¿Tienes que ser la madre que baila?”.

A menudo lo intento. Hago propósito de enmienda y trato de contenerme, pero no siempre lo consigo y esta semana no voy a flagelarme por ello porque al menos una de mis hijas sigue queriendo chulear de mí.

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