Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Günter y Giovanni en Ons
Que ni nuestra prosa se parece ni yo me atrevería a compararme, pero ha sido plantar el trasero en la playa al terminar de pasear por la Isla de Ons y pensar en Arturo Pérez Reverte. La culpa es de un par de alemanes, un italiano, dos gallegos, un portugués y lo que he creído que era un francés. Podría ser un chiste si no fuera por el patetismo de la imagen.
Mire usted la foto. Es posible que no los distinga porque sin la distancia social adecuada, los personajes de los que hablo logran mimetizarse con el paisaje. La playa está atestada de gente como corresponde a un puente del mes de agosto en plena ola de calor. Aunque ésa no es la única razón que les impide apreciar su presencia. Es que, sencillamente, en una foto resulta imposible apreciar todos los detalles. Si usted me hubiera acompañado en mi regreso a Ons -siete añazos como siete soles he tardado en volver- sabría reconocerlos al instante. Sus tímpanos se lo hubieran chivado porque, a pesar de lo concurrido del lugar, nadie, salvo ellos, grita. Nadie, salvo ese grupo, ríe a carcajadas y se acerca a la orilla corriendo y gesticulando obscenamente.
La panda que les trato de presentar es la versión internacional del clásico “Pepe y Manolo en Formentera” que Pérez Reverte retrató para ABC en agosto de 2004. Cuando leí aquella crónica reconocí perfectamente a los personajes. A principios de los dos mil yo también dedicaba parte del verano a visitar Ibiza y la instantánea de Pérez Reverte era tan fiel a la realidad que resultaba imposible no desternillarse ante lo ridículo de sus protagonistas. Hoy me ha hecho algo menos de gracia. Quizás porque creí que este tipo de especímenes se había extinguido hace tiempo y comprobar la internacionalización del macherío me ha hecho pensar que lo verde sigue empezando en los Pirineos y que es posible que exista un plan secreto para repoblar Europa con ejemplares de semejante calibre.
¿Qué estarán pensando la mujer y la niña que miran hacia la orilla mientras les ven ahogarse en cerveza y comentar el tamaño de cada una de las tetas con las que se cruzan en la playa, incluidas las mías y las de mis hijas? ¿Qué explicaciones le dará esa madre a su hija cuando les oye gritar “maricón” al francés por no saber quién es Cristiano Ronaldo o “metrosexual” al alemán por lucir gorra y músculos? Yo me he ahorrado los comentarios. Mis hijas ya son adultas y saben que las miradas y las risas cómplices de determinados personajes no tienen justificación.
Les hemos observado durante algo más de una hora, el tiempo que nos ha tocado esperar a que saliera el barco de vuelta. En ese rato, han ido en pareja hasta el bar más cercano a comprar cerveza en tres ocasiones. Ahora en Ons todo está protocolizado y ya no existe el chiringuito que les hubiera facilitado la tarea. A juzgar por su nivel etílico parece que dormirán hoy en la isla. No le arriendo las ganancias a quienes vayan a compartir mesa o alojamiento con ellos. Quiero pensar que se quedan en tierra porque la posibilidad de que suban al mismo barco que nosotras me ha mareado más que cualquier temporal oceánico.
En una hora se han bebido litro y pico de cerveza cada uno, se han dado un par de chapuzones y gritado hasta el aburrimiento. Es como si necesitaran que toda la playa supiera de su existencia. Entre ellos hablan en una mezcla de italiano y español. Los “pigs” -en este caso y a falta de griegos, los “pis”- parecen controlar la conversación, mientras los alemanes y el francés sonríen pánfilos. El italiano luce un minúsculo bañador mientras el resto intenta remangarse el suyo para tostar los muslos al completo. El gesto les acerca a la infancia aún más que sus juegos en la orilla. Parecen lucir pañales. Ni uno sólo baja de los cuarenta, a todos les clarea la coronilla, pero sus empujones y estridentes carcajadas les hacen parecer quinceañeros en pleno cortejo. Que todo el mundo advierta su presencia. En un momento han sujetado por las piernas a uno de los alemanes y he llegado a pensar que le hacían un “mareaculillos” contra una roca. Afortunadamente sólo ha sido un amago.
Dos de ellos -el italiano y el francés-, nos han permitido confirmar que hay gestos que unen más que Maastricht o el euro. La rascada de culo por debajo del bañador y el disimulado olfateo de los dedos utilizados para ello es tendencia comunitaria. Alguien debería pedir a Bruselas que impusiera la costumbre como seña de identidad machirula, así resultaría aún más fácil diferenciarlos.
La escena sólo se ha roto cuando a uno de ellos le ha sonado el teléfono. Ha dejado la cerveza en la arena, se ha apartado rápidamente del grupo y le hemos oído responder cariñoso “Olá meu amor”. Luego ha susurrado algo y sonreído tiernamente. Se ha colocado correctamente el bañador y hablado en un volumen más acorde con el descanso playero. Sus amigos lo señalan riéndose. No sé cómo se dirá calzonazos en el resto de idiomas, pero no me cabe la menor duda de que lo han adjetivado así.
Pérez Reverte retrató a Pepe y a Manolo hace 17 años. Su crónica concluía con cierta nostalgia de esa España cañí y esperpéntica. Quizás le guste saber que ya “semos” europeos. En fin.
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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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