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Darwin en el parque

Elena Lázaro

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El banco del parque resulta verdaderamente incómodo cuando tu trasero ha perdido toda la grasa y no es más que piel y hueso. Por eso, Rubén usa como cojín una rebeca vieja que encontró junto al contenedor de basura el mismo día que salió de casa para empezar su nueva vida. A base de sentarse sobre ella ha conseguido amoldarla a su esquelética figura, lo que le permite dedicar horas a ver gente pasar sin inmutarse.

Observa con atención a los corredores solitarios, que parecen trascender al mundo perdidos en el rítmico sonido de sus pasos. Los hay de todas las edades y sexos; los hay lentos y rápidos, gordos y flacos como él, elegantes y desaliñados. Aparecen por todas partes y a todas horas y sólo son interrumpidos por los paseantes.

Rubén ha conseguido organizar a todas las especies que habitan el parque en un tratado que conserva en su cabeza y que algún día escribirá. Se siente como un naturalista del siglo XIX, una suerte de Darwin encanijado. A los paseantes, por ejemplo, los distingue entre caninos y solitarios. Los primeros se organizan en dos subespecies: los encadenados a sus perros y los libertarios, que prefieren saltarse a la torera la normativa que los obliga a llevar atados a sus canes.

En el lado opuesto de las dos especies citadas, el tratado de Rubén sitúa a los culobancos. Son los más diversos de todos. Por un lado están los charlatanes, que pueden pasar toda la mañana conversando sobre cualquier tema que la actualidad les plantee. Son pacíficos y bastante simplones como organismos vivos. La subespecie humeante, en cambio, resulta más compleja, ya que modifica su comportamiento en función de la cantidad de marihuana aspirada. En este grupo, Rubén ha incluido además a las madres, que sólo ocupan una parte muy concreta del ecosistema –la más cercana a los columpios- y que, en su modesta opinión de observador, lograrían evolucionar hacia la felicidad si se arrimasen más a los humeantes.

La clasificación de Rubén es bastante más amplia y compleja que todo lo expuesto. Puede pasar horas explicándola si consigue que alguien se interese por ella. El problema es que, lamentablemente, la única especie que se prestaba a escucharla está en peligro de extinción. Ya nadie se acerca a su banco. Los corredores ni siquiera lo ven; los paseantes lo ignoran, en el mejor de los casos, cuando no lo evitan y los culobancos le declararon la guerra hace tiempo por haber ocupado el mejor asiento del parque, el que le permite ver el horizonte de la deshumanización.

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