Una bicicleta en el salón
Noventa metros cuadrados, tres habitaciones, luminoso y una vecina gritona. Precio innegociable. Climatizado, con vistas al campo y un bar de narcotraficantes en la puerta de enfrente. Orientación suroeste, última planta, portero físico y un tarado como presidente de la comunidad. Una ganga se mire por donde se mire.
Desde que pusieron el apartamento en venta, por el salón de su casa ha pasado una legión de agentes inmobiliarios y curiosos desocupados con poco interés en invertir y mucho tiempo libre.
Las primeras visitas fueron recibidas con todos los honores, sus mejores galas y dedicando horas a la limpieza y orden previos. Una vez que pasó el tiempo suficiente para entender que la crisis del sector hacía imposible colocar el piso a cualquier incauto, optaron por bajar las exigencias de pulcritud y recibían al personal de cualquier forma. Quizás por ello, las llamadas se fueron reduciendo hasta desaparecer y hacerles olvidar que vivían bajo un techo en venta.
La vida continuó, los gritos de la vecina quedaron amortiguados por las amenazas del presidente y las broncas entre narcos, aunque la luz seguía entrando por sus ventanas y los paseos por el campo se convirtieron en rutina
El martes sonó el timbre y abrieron la puerta sin pensar. Era Puri, la agente, algo más gorda, pero con un estilismo inesperado. Había cambiado la chaqueta y el taconazo por los vaqueros, botas y jersey de ochos. La transformación los dejó ojipláticos. Puri se apresuró a explicarles, aprovechando que la pareja de clientes se detuvo a comprobar el grosor de los cristales, que el look lumbersexual es el último grito en márketing. Al parecer inspira confianza. Lo que no esperaba, les dijo, es que hubieran aprendido tanto en este tiempo y los felicitó por la genial idea de colocar una bicicleta junto al sofá para confundir a los posibles compradores y hacerles pensar que los veinte metros cuadrados de salón eran en realidad treinta.
Ilusiones ópticas las llaman.
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