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Venganza

Luis García

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La imagen más espeluznante de lo dificultoso que puede ser matar a un ser humano me la ha proporcionado el cine. La filmó un dios cinematográfico, Alfred Hitchcock, alguien a quien la miopía profesional juzgó en alguna época como un director frívolo, un cínico que disfrutaba haciendo trampas a sus personajes y al espectador. Ocurre en Cortina Rasgada. No deja de ser curioso que los asesinos son los buenos, el físico nuclear que interpreta Paul Newman y una campesina que ejerce de espía en la antigua y sombría Alemania del Este. La víctima se supone que es el malo, un policía de la temible Stasi, al que estrangulan, apuñalan, rompen huesos e introducen su cabeza en un horno de cocina para acabar gaseándolo. Sólo un sádico puede disfrutar en esa secuencia. Te pone enfermo la violencia con la que está rodada, te salpica el horror de quitar la vida a alguien en una lucha cuerpo a cuerpo. No por ello deja de ser una secuencia magistral.

Las películas nos han mentido convirtiendo tantas veces en algo aséptico al acto de matar, mostrándolo desde lejos, con balazos y personas que al recibirlos abandonan instantáneamente este mundo. Y esa simpleza manipuladora que tantas veces aparece reflejada en los informativos (y que nadie se engañe, todos obedecen a la voz de su amo), me resulta simplemente obscena.

Conocí hace tiempo a un peruano que contaba que los jefes de Sendero Luminoso exigían a su fanático ejército que no masacraran a lo que consideraban enemigo con balas o bombas teledirigidas (tampoco creo que les sobraran ni lo uno ni lo otro), a distancia, sino que lo hiciesen con sus propias manos, con cuchillos, con palos o piedras, empapándose de sangre ajena, asumiendo desde bien cerca el espanto.

Anhelas actos de justicia que se saldan en determinadas ocasiones destruyendo al tirano, causando dolor y muerte a los que administraron en nombre de la fuerza y del opiáceo poder toneladas de sufrimiento al prójimo, humillaron, despreciaron, torturaron y quitaron la vida a los que consideraban sus adversarios, reales o abstractos, conocidos o anónimos. E imaginas que mucha gente decente se sintió lógicamente vengada o pensó que su mundo sería más habitable a partir de ese momento cuando la concienciada turba linchó al arrogante fascista Mussolini. Lamentaron también con lógica que Adolf Hitler se despidiera de la Madre Tierra y de la infinita atrocidad que había causado mediante algo tan liviano como un tiro. Y maldijeron con causa que tantos engalanados y normalmente uniformados criminales en serie (en este país tuvimos uno inolvidable, gordo y bajito que campeó impunemente durante cuarenta años) la palmaran de viejos en su cama, rodeados de su familia y del fervor popular.

Y en esos momentos deseas que alguien mandara definitivamente al averno a un permanente y enloquecido hacedor de infiernos como Gadafi, pero ves las fotografías de su cadáver, el rictus de salvaje sufrimiento en su masacrado rostro y se te revuelve todo. No sé lo que pasará con el asesino dictador sirio al-Asad (aunque puedo imaginármelo), pero me afirmo en que ni el más infame de los monstruos merece determinados castigos. Y maldices entonces al realismo. Y añoras las muertes incoloras e inodoras, las que parecen de mentira, las de las malas películas.

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