Juan Cuenca: “Esta época moderna es muy conservadora”
Los primeros números y las primeras letras que el arquitecto Juan Cuenca compuso en su vida eran de pólvora. Hablamos de la posguerra de Puente Genil. Apenas tenía tres años de edad y junto a su hermano recogía las balas que se encontraban en la calle, las abrían, les sacaban el proyectil y vaciaban el explosivo. Luego le metían fuego y los garabatos se quedaban sobreimpresionados en el suelo.
En los años sesenta, la gente en Córdoba era mucho más progresista
PREGUNTA (P). Cuando los niños todavía jugaban en la calle.
RESPUESTA (R). En efecto. Cuando los niños jugaban en la calle.
P. Ya no juegan en la calle.
R. Ha habido un cambio drástico. No sabría decir por qué. Ahoga juegan al resguardo de la circulación rodada. Están en los colegios y tienen sus amigos exactamente igual que antes y eso no ha cambiado sustancialmente. Lo que pasa es que antes era más espontáneo. Los niños tenían la posibilidad de distanciarse de los padres.
P. Ahora están más controlados. Más protegidos.
R. Antes los niños eran más libres y tenían más posibilidades de ir por distintos caminos. No por los que les indicaran los maestros o los padres, sino por los que elegían a partir de sus vivencias y de sus propias observaciones. Eso ahora se ha tabulado.
P. Los coches han cambiado radicalmente las ciudades.
R. Efectivamente. El impacto de los vehículos en las ciudades ha cambiado la forma de aprendizaje. El vehículo es un peligro. Y además, de hecho, hay accidentes graves en la ciudad. Yo me acuerdo nítidamente de mi pueblo. Mis padres se vinieron a Córdoba cuando yo tenía ocho años. Y seguía jugando en las calles. Pero me acuerdo de Puente Genil como un pueblo más vividero para un niño que Córdoba.
Al cliente privado le exijo una cosa: él me dice lo que quiere pero yo digo cómo se hace
Su padre tenía una droguería en Puente Genil. Cuatro de sus hijos trabajaban en el establecimiento, como era regla general en aquellos años desoladores de la dictadura franquista. Murió cuando tenía apenas 13 años de edad. Antes de su fallecimiento, el joven Juan Cuenca escuchó una conversación entre sus padres. “Este niño que haga lo que quiera”, le dijo su progenitor a su madre. Cuatro de sus hijos ya habían sido sacrificados en el comercio familiar y al quinto decidió dejarle campo libre para que labrara su propio futuro. Aquella conversación le cambió la vida. Tanto que se convirtió en el único hermano que pudo estudiar una carrera universitaria. “Me marcó de tal manera que he hecho lo que he querido. He sido absolutamente independiente”.
Sus primeras lecturas se produjeron de la forma más rocambolesca. Para envolver los productos de la droguería, como el azulillo o la sosa, su padre compraba papel procedente del desmantelamiento de algunas bibliotecas de las viudas de guerra. Antes de que los libros fueran descuartizados y reutilizados como envoltorio, Juan Cuenca se quedaba con los volúmenes de arte y anatomía. Su obsesión entonces era seguir los pasos de Miguel Ángel.
P. Quería ser escultor.
R. Empecé por ahí. Poquito más tarde empecé a pintar también. Esculpía con arcilla. Aprendí a modelar. Y luego a vaciar escayola. Las regalaba o se destruían y hacía otra. Lo que a mí me interesaba era aprender y progresar.
P. ¿Y cómo llegó la arquitectura?
R. De una manera muy sencilla. Yo entonces estaba ya destinado a hacer una carrera. A mi hermano le interesaba que yo hiciera farmacia para la droguería. Estuve un trimestre en Granada pero no me interesó, aunque sacaba buenas notas. Cuando terminé el curso, decidí hacer otra carrera. Me interesaba que fuera artística y me fui a Madrid a estudiar Arquitectura. Había muy pocos estudiantes de Córdoba entonces. Incluso a mi madre las amigas del barrio de San Pedro, donde yo vivía, le advertían de que irse a Madrid era una cosa peligrosa. Era una ciudad grande y podías perder el control de tu vida. Pero yo no me iba a desviar de mi camino. Lo tenía muy claro.
La Corredera fue la primera plaza mayor cerrada de España
P. ¿Y qué encontró en la carrera?
R. Yo no era muy buen estudiante. En una de mis visitas a Córdoba me encontré con Juan Serrano, que vivía cerca de mi casa. Y entonces me dijo: “Hombre, Juan, ¿por qué no te vienes? Estamos haciendo cosas interesantes”. Fui a casa de Pepe Duarte y me enganché en el Equipo 57. Pepe vivía en la calle Ravé. Y me quedé con la gente del Equipo.
P. El Equipo 57 ya existía
R. Juan y Pepe estuvieron en París y volvieron justo ese verano del que estoy hablando. Año 1957.
P. Hay una cafetería de París emblemática relacionada con el Equipo 57.
R. Sí. Café Rond Point. En ese viaje yo no estuve. Yo me incorporé cuando ellos volvieron de París. Ellos conocieron a Ángel Duarte y a Agustín Ibarrola, que también vinieron a Córdoba. O sea: que cuando se fundó realmente el Equipo fue en Córdoba en el verano del 57.
P. ¿Y a qué os dedicabais?
R. Una de las cosas que hicimos fue hacer los guaches, que es como una acuarela pero con otra textura. Son unos dibujos que todavía tengo guardados. Hicimos más de cuatrocientos y si los pasabas rápido en movimiento generaban como una película de dibujos animados. Con ese movimiento queríamos demostrar la teoría de la interactividad.
Si los centros históricos no se usan, se mueren
La primera exposición de Equipo 57 tuvo lugar en Madrid en una galería del constructor Huarte, ubicada en el Paseo de la Castellana. Jorge Oteiza abandonó el grupo, igual que Paco Aguilera y el danés Thorkild Hansen. En un nuevo viaje a Dinamarca, el colectivo ya se decanta con los cinco miembros que finalmente dieron nombre al grupo artístico. Su actividad creativa se prolongó hasta el año 1962. Agustín Ibarrola fue detenido y Ángel Huarte se exilió en Suiza. “En esa diáspora, el grupo terminó”, subraya Cuenca. “Llegamos al culmen donde podía llegar nuestra teoría de la interactividad del espacio plástico. Ángel quiso seguir e incluía cosas del Equipo 57 en exposiciones internacionales hasta el año 1965”.
Juan Cuenca concluyó la carrera de Arquitectura en 1964. Trabajó brevemente en Madrid, donde ya se había casado y tenía tres hijos. Poco después, se volvió a Córdoba para montar su propio estudio. “Luego me arrepentí”, asegura. Aquí se esforzó por desarrollar una arquitectura “no de consumo sino artística o culta”.
P. ¿Y eso daba de comer?
R. Eso daba de comer regular. Pero mi tenacidad venció. Durante años concurría y ganaba concursos de arquitectura, sobre todo de la administración pública. Hacían viviendas “ejemplares”, que era la finalidad de la Junta, para que los promotores privados hicieran una arquitectura contemporánea digna.
P. ¿Recuerda su primer edificio?
R. Uno los primeros fue la casa de Manolo Aumente [hermano del psiquiatra y andalucista Pepe Aumente]. Era un chalé en Trassierra. Manolo era un cliente artista y, como tal, me dejó hacer. Yo al cliente privado le exijo una cosa: él me dice lo que quiere pero yo digo cómo se hace. Y ahí mando yo. Manolo me dijo: “Yo no quiero tirar ningún árbol”. Y eso para mí fue una orden. No tiré ninguno. La mujer de Manolo por las tardes se sentaba en un escalón de la escalera y miraba cómo su casa iba cambiando a medida que el sol se ponía. Ese es el efecto que yo buscaba. A eso yo le llamaba el “alma de la casa”.
P. Para un arquitecto la luz es básica.
R. Es fundamental.
En la actuación del Puente Romano me di cuenta del déficit cultural de Córdoba. Los que gritan son los que no discurren
La entrevista tiene lugar en su taller, a cuyo interior se accede por un pasillo, que se abre a una sala con una mesa larga a la derecha y un escritorio a la izquierda. Sobre el tablero descansa un plano a lápiz de dos sillas de Equipo 57. Y sobre el plano hay un escalímetro, una regla curva y una goma de borrar. El tren de las nuevas tecnologías llegó tarde para Juan Cuenca, que hasta el último suspiro de su actividad profesional como arquitecto se aferró a la escuadra y al cartabón. En una habitación contigua, las paredes están forradas de estanterías con cientos de utensilios, planos, pinturas y pequeñas miniaturas geométricas de cartulina. Hay una sala en la primera planta, a la que se accede con un montacargas, donde almacena mobiliario de diseño. Cuenca, a sus 88 años, viene cada día al taller para dar rienda suelta a su incontenible energía creativa.
P. Le Corbusier decía lo siguiente: “La arquitectura es un fenómeno de emociones”. ¿Firma la frase?
R. Como todo el arte. El arte conceptual exige más reflexión pero hasta hace poco tiempo lo que se exigía era emoción. Yo distingo cuando una obra me emociona o no. La arquitectura son muchas más cosas y él lo decía. Por ejemplo, el juego de la luz y las sombras dentro del espacio.
P. ¿Usted se siente más artista o más arquitecto?
R. Más artista. Siempre he dicho que lo de la arquitectura me interesa mucho pero nunca he querido ser especialista arquitecto. Incluso hay aspectos de la arquitectura donde los arquitectos que conozco son más arquitectos que yo. Yo soy arquitecto a medias. Nunca he querido ser un especialista de la arquitectura. Para mí, lo importante son las distintas maneras que tiene el arte.
P. ¿Y qué le interesan más: los objetos o las ciudades?
R. ¿A quién quieres más a tu padre o a tu madre? Es lo mismo. La arquitectura no se entiende sin su entorno. En las cosas que he hecho, el entorno es fundamental. No solo cuando he hecho cosas dentro del centro histórico, sino cuando he diseñado un chalé o un edificio en determinado ambiente. Si hay que hacer reverencia a esos edificios o, en cambio, el tuyo es el protagonista. Me acuerdo, por ejemplo, del centro de visitantes que hay delante de la Mezquita. En ese caso, el mío tiene que ser sordo, porque lo que tiene que brillar es la Mezquita.
P. Y para un arquitecto es difícil renunciar al protagonismo.
R. Yo renuncio al protagonismo. Lo que no renuncio es al carácter. Yo quiero que mi edificio se vea y que se reconozca el carácter. Yo me quedo más callado y grito menos. Sería una barbaridad hacer la competencia al muro de la Quibla. No tiene sentido.
En Córdoba faltan árboles
P. ¿Y le cuesta trabajo quedarse callado?
R. A mí no me cuesta trabajo. Y lo he practicado también en edificios que están en una calle del casco histórico. Y también me quedo callado. Yo he renunciado siempre al protagonismo en el casco histórico. No es lo mismo que en la ciudad moderna. Ahí sí puedo ser protagonista.
P. En 1991, la Plaza de la Corredera era un agujero negro. Hoy es un hervidero humano. ¿Donde está la clave?
R. Hay dos cuestiones. Hubo una voluntad de rescatar la Corredera del ambiente sórdido que tenía. Eso está claro. Sacar aquello de la marginalidad. Y tiene que ver con el cambio de los tiempos y la elevación del nivel de vida. No se puede rescatar si echas a los vecinos de una patada. Y eso es una labor de la Junta. Luego, la revalorización de una cosa que no se puede maltratar: las fachadas. Más tarde vino el contenido. Y, finalmente, la parte que yo hice: ejecutando la superficie y recuperando los niveles. Todo empieza con la construcción del mercado de hierro fundido y su desmontaje por Cruz Conde, que deja las cosas a medias. Yo recojo ese guante y desmocho la plataforma del mercado Sánchez Peña. Había que recuperar el plano de la plaza. Ahora casi no se nota, pero tiene un desnivel. Emergía un metro cincuenta. Hubo que desmontar el mercado subterráneo totalmente, que era insalubre, y ya no tenía sentido el promontorio. La de Córdoba fue la primera plaza mayor cerrada de España.
P. ¿La primera?
R. Sí. La de Madrid era la de Juan de Mora. Esta es una construcción que evolucionó y en Córdoba se llega a su modelo de plaza mayor española, que es un modelo de la arquitectura de los Austrias. En Madrid tiene tramos edificados y tramos sin edificar. En Córdoba, ese hueco se tapa y se convierte en arco alto y bajo. Eso es lo que verdaderamente define la plaza mayor cerrada. La de Juan de Mora se incendió y la otra la hace Juan de Villanueva, pero ya según el modelo de Córdoba. Luego viene la de Salamanca y todas las plazas mayores.
P. Por cierto, menuda bronca se montó con los reflectores.
R. Lo que quería era una plaza donde desaparecieran las iluminaciones anteriores de faroles y que quedara libre, que es como realmente estaba en el siglo XVII. La plaza era informe y las construcciones estaban desordenadas. El corregidor Ronquillo Briceño hace la plaza y a los propietarios que cedían sus terrenos les daba el marchamo para que pudieran hacer dinero con los espectáculos públicos. Alquilaban los balcones. Esa es la historia de la plaza, donde estuvo Felipe II y Cosme de Médici. En esa plaza se daban corridas de toros, autos sacramentales de la Inquisición o juegos de caña. En resumidas cuentas: yo lo que hago es recuperar tal como estaba la plaza pero para el uso actual. ¿Cuál es la novedad? Que lo mismo se usa de día que de noche, cosa que antes no ocurría porque no había luz eléctrica. Yo quise dejar todo limpio, sin estorbos, pero para eso tenía que iluminarla con pocas farolas.
P. Hay quien no lo entendió.
R. Hay quien no lo entendió. Pero ese es el origen. Yo no quiero poner esas farolas por nada del mundo, pero no tengo más remedio que poner algo. De ahí viene el origen de las farolas. Ponerlas en el extremo y que sean potentes para que iluminen toda la plaza.
P. Intervenir en el casco histórico es un acto de máximo riesgo.
R. La pervivencia de los centros históricos es que se usen. Si no se usan, se mueren. El casco tuvo una etapa muy peligrosa, donde las casas estaban en una auténtica ruina y se estaban destruyendo muchas porque se quedaban vacías. Luego vino una época mejor: se rehabilitan, se sostienen y se prohíbe que se destruyan. Hay que usar las cosas. Y si no se usan, se destruyen. ¿Usar qué significa? Dotarlas de las condiciones actuales. ¿Y cómo se hace? Como se puede, pero con el máximo respeto. Siempre habrá detractores. Gente que no entienda las intervenciones.
P. ¿Las farolas fernandinas son el último bastión del cordobesismo irreductible?
R. Yo creo que es un acto de impotencia. Cuando no se sabe qué hacer se recurre a algo incuestionable: la farola clásica. Y farolas clásicas hay bellas y no bellas. Salen de los talleres de fundición, que tienen un delineante. Un diseñador de farolas. Y, de vez en cuando, hay uno brillante que hace farolas maravillosas y otros que las hacen muy feas. Pero claro: como son antiguas ya valen. Y nadie le contesta. Eso es un refugio. Un pretexto. Las farolas fernandinas son un valor seguro y no protesta nadie. Pues yo las quité de la Ribera. Y las que estaban pinchadas en el pretil del Puente Romano las quité también. ¿Qué hice? No poner nada. Puse unos faroles bajitos, que no se ven desde lejos. El Puente Romano nunca ha tenido iluminación eléctrica. Las que puse están inspiradas en lámparas de aceite que supongo que existieron. Había un concejal del siglo XVIII que decía que el Puente había que iluminarlo porque era peligroso. El acuerdo del pleno era poner unos “reverberos”, que es una palabra en desuso. Me figuro que eran farolas de mano de aceite. Un señor las ponía a lo largo del Puente por la noche y al alba las quitaba y las guardaba. Basado en eso, hice las lámparas modernas bajitas.
¿Qué va a ocurrir cuando el cambio climático sea más severo? Espero que la tecnología nos ayude
P. Supongo que quitar las farolas clásicas del pretil le costó un dolor.
R. No, no, no. Curiosamente nadie se enteró de eso. Es curioso. Lo del Puente Romano son fenómenos que no quisiera tratar porque yo estoy ya en otra pantalla.
P. Ahora supongo que está más libre para opinar.
R. Son fenómenos que no tienen nada que ver con la forma, ni la farola, ni la arquitectura, ni nada
P. ¿Y con qué tienen que ver?
R. Son conflictos personales de la gente. Tienen miedo al cambio. Y operan con recuerdos, con fantasías, con valores seguros.
P. Somos conservadores.
R. La época moderna es muy conservadora. En los años sesenta la gente en Córdoba era muy progresista.
P. ¿Somos más conservadores que entonces?
R. Mucho más.
P. ¿Y por qué cree que sucede eso?
R. Son cosas muy complejas. Yo no me atrevería a dar un porqué tajante. La sociedad española al principio de los sesenta estaba harta de penurias de la posguerra y quería salir adelante. El mismo régimen estaba cambiando porque había que incorporarse a la ONU y llegaron los tecnócratas del Opus Dei, que eran un signo de modernidad. Vinieron los americanos a Rota y todo eso supuso un cambio, que coincide con la arquitectura que hizo Rafael de la Hoz, que a la gente le encantaba. Bueno, a la gente que funcionaba. La gente de los barrios, que no tenía un duro, no venían por el centro. Las clases medias acomodadas estaban encantadas con las cosas que hacía Rafael de la Hoz. Y todo eso era rabiosa modernidad. Sin embargo, hoy día la gente ya no tiene esa penuria. Todo lo contrario: vive más acomodada y es más conservadora. Y, como viven en barrios nuevos, dicen: “Mi historia antigua de cuando yo era pequeño que no me la cambien”. Y ya no recordaban que el Puente Romano era una birria. Estaba destrozado y ya no se veía porque tenía una capa de cemento grande. Todo era falso. No sé realmente qué querían conservar.
P. ¿De qué fue metáfora la polémica del granito rosa?
R. Yo quisiera dejar de hablar de esto.
P. Ahora, con la distancia, tendrá usted más tranquilidad.
R. Lo del granito rosa es otra tontería. No tiene otro nombre. El granito que había allí era ya granito rosa. Los adoquines se hicieron en tiempos del dictador Primo de Rivera. Estaba adoquinado con granito de rosa, que además es el único que hay en los Arenales. Yo lo elegí precisamente por eso: para perpetuar el granito rosa. Pero hice un pavimento moderno con losa.
P. Hoy el Puente Romano y su entorno es el epicentro cultural de Córdoba. ¿La rehabilitación urbana tiene propiedades mágicas?
R. Claro. Por eso, se llaman proyectos de rehabilitación. Cuando he hecho esas actuaciones siempre he pensado que era para bien y lo he hecho con responsabilidad. ¿Responsabilidad qué significa? Que yo hago un producto que es derivado de mis reflexiones sobre el lugar. Hago un trabajo de investigación, de lectura de documentos y de libros, de reflexión histórica y arquitectónica. Yo soy arquitecto contemporáneo. Por lo tanto, lo que yo haga es algo que sale de mi mano. Pero hay unas condiciones históricas del lugar y yo eso lo respeto. Si tengo que añadir algo, lo hago con absoluta responsabilidad, no imitando lo antiguo, sino con el lenguaje contemporáneo.
P. Cuando pasea hoy por el Puente Romano, ¿qué siente? ¿Se reivindica?
R. Sí. Yo nunca me arrepiento de lo que he hecho.
P. La rehabilitación ha sido un éxito.
R. Aunque no lo fuera. Yo monto mi discurso y eso es lo que hay. Y, si no, que se lo encarguen a otro. Yo no hago nada gratuito. Todo lo razono. Todo tiene su lógica y su explicación. No lo hago por dármelas de tal o cual, sino que todo es producto de la reflexión.
En Córdoba hay poca avidez por el arte
P. ¿Cómo se puede crear, a veces, contra viento y marea?
R. Ese es el tributo que hay que pagar. Es público y todo el mundo habla. Lo que pasa es que hoy la gente dice cosas y no sabe por qué las dice. Todo el mundo tiene derecho a hablar. Pero, claro, no todo el mundo tiene la responsabilidad de lo que dice, sino que dice cosas y el viento se las lleva. Yo digo cosas y permanecen porque son de piedra. Y, claro, ahí hay un “decalaje” importante.
R. ¿Qué pedrada le dolió más?
R. Darte cuenta de que hay un déficit cultural muy grande. Y la gente de más cultura están callados. Los que gritan son la gente que no discurre. Yo lo explico todo y he dado conferencias por los barrios, pero veo que la gente tiene la cabeza en otro sitio.
P. Por cierto, del Puente Romano auténtico no queda una piedra
R. Muy poco. En la base de la Calahorra se pueden ver unos sillares. Se nota por lo grandes que son. Los árabes son más chiquitos. Y la tecnología romana era impresionante.
P. ¿Cómo se protege del cordobita?
R. Iba a decir una cosa que no debo decir. Yo vivo en Córdoba pero no participo mucho de esa vida de Córdoba. Yo no compraba el periódico. Siempre me ha parecido que Córdoba era una ciudad donde el cuerpo a cuerpo es muy importante. Y entonces no tenía ganas del cuerpo a cuerpo diario porque me perturbaba para mi trabajo. Y siempre he huido. Yo sé poco de Córdoba. Me interesa, pero ese fragor de la trifulca me perturba mucho. Entonces me abstraigo.
P. Tiene capacidad de abstraerse.
R. Sí. Pero tengo que huir de la inmediatez. Me perturba mucho porque me conmueve. Y además me dan ganas de intervenir. Y yo no soy el Guerrero del Antifaz. Y, a veces, me arrepiento de no intervenir. Tengo mi corazón dividido entre el amor y y el rechazo.
P. ¿El calentamiento global transformará el urbanismo?
R. Yo sobre ese tema no me atrevo a opinar.
P. ¿Por qué?
R. El calentamiento global todavía no ha dado su cara. No estoy diciendo que yo no crea en él. Lo más visible son las imágenes de los polos con los témpanos inmensos de hielo que se están derrumbando. Y eso es una evidencia que a mí me conmueve muchísimo. Está claro y lo dicen los científicos. Pero su auténtica cara yo creo que todavía no la ha dado. Por lo tanto, yo no pienso mucho en eso.
P. ¿Pero cree que debemos de pensar la ciudad de otra manera?
R. No lo sabría yo decir. Lo que tiene que decir la arquitectura sobre ese tema está relacionado con el frío y con el calor. Y eso es un asunto de las tecnologías. Hay medios de tecnología para conseguir que esas viviendas de corte contemporáneo estén aisladas y se pueda uno defender. Eso ya se está haciendo y se está imponiendo. Lo estamos haciendo por confort. Pero, ¿qué va ocurrir cuando el cambio climático sea más severo? Yo espero que la tecnología nos ayude a defendernos de todo eso.
P. Leo el siguiente titular: “Plantar un treinta por ciento más de árboles evitaría un tercio de muertes por calor”. ¿La arquitectura dura es cosa del pasado?
R. Sabemos perfectamente que la abundancia de vegetación es posible en la ciudad actual. Lo que sí es cierto es que en las calles se ponen árboles y cuando uno se seca ya no se repone. Ahí hay una labor del Ayuntamiento que tiene que reponer ese árbol. Si no hay árboles, hay que plantarlos.
P. ¿Faltan árboles en Córdoba?
R. Por supuesto. En las nuevas urbanizaciones ha habido plantaciones importantes pero, a pesar de todo, hay un déficit grande. Pepe Duarte decía: “En Córdoba, una ciudad donde el sol castiga una barbaridad, ¿por qué hay tan pocos árboles?”. Se pueden plantar más. Y cuidar más. Hay muchos árboles que están enfermos. Es posible que se estén tratando mal. Eso hay que cuidarlo. Hay que hacer una auténtica revolución.
Los artistas mueren con las botas puestas
P. ¿Faltan árboles en el Plan Renfe?
R. Yo creo que no. Está bien dotado. Conviven muy bien las partes duras con las blandas. ¿Por qué no hablamos de las cosas actuales?
P. ¿Por ejemplo?
R. No sé. Del tema del arte. Yo comprendo que a mí se me conoce por la arquitectura. Cuando decidí dejar la arquitectura, nunca he dejado el arte. En los estudios que he tenido siempre he tenido una parte dedicada a escultura o a pintura. Siempre. Paralelamente a la arquitectura, yo me escapaba, me iba a la habitación contigua y seguía haciendo mis cosas artísticas. En esa etapa mía artística, cuando dejé la arquitectura en la percha, nunca se me ocurrió exponer en Córdoba, sino en Madrid. ¿Por qué? Seguramente mi olfato me dice que en Córdoba hay poca avidez por el arte. Las manifestaciones artísticas que hay aquí están promovidas por instituciones, no por galerías privadas. En otro tiempo, hubo galerías privadas. Y todo eso ha cerrado y se ha retraído.
P. ¿Falta pulso artístico en Córdoba?
R. Evidentemente. Y es bastante lamentable.
P. ¿Eso qué dice de una ciudad?
R. Que culturalmente estamos un poquito anclados. Yo expongo en Madrid en una galería donde va gente interesada. Aunque sea poco, necesito vender algo para retroalimentarme, no para hacerme rico. Para costear los gastos de materiales y poder seguir trabajando. En Córdoba eso sería imposible. Nadie me iba a comprar nada. La exposición que hice en Vimcorsa es de una institución municipal donde hacía un resumen de mi actividad artística. Se llamaba Arte, arquitectura y diseño. Ya he hecho tres exposiciones en Madrid. Tenía especial interés en darle un repaso a la arquitectura con un resumen de mi obra. Igual en el diseño y en el arte.
P. Tiene usted 88 años y viene cada día al estudio. ¿Qué le queda por hacer?
R. A un artista lo que le queda por hacer es seguir haciendo cosas. Yo me levanto y siempre tengo en mi cabeza proyectos. Los artistas mueren con las botas puestas. Difícilmente voy a dejar de hacer nada. Juan Navarro Baldeweg, compañero arquitecto y amigo mío, decía que necesitaba tener cosas entre las manos. Y, efectivamente, eso me pasa a mí. Siempre hago cosas con las manos: o estoy dibujando o estoy con la sierra mecánica.
P. Y eso lo mantiene vivo.
R. Claro. Lo que ocurre es que la actividad puede decaer. Físicamente no eres el mismo.
P. Yo lo veo bien de cabeza y físicamente.
R. La edad se nota. Los nombres se me olvidan. Pepe Duarte decía cuando ya estaba muy avanzada su enfermedad: “Se me llena la cabeza de olvido”. Y qué expresión más bonita.
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