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Alejandro Ruiz-Huerta: “En mi soledad, la matanza de Atocha está siempre presente”

Alejandro Ruiz Huertas | MADERO CUBERO

Manuel J. Albert

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Alejandro Ruiz-Huerta (Madrid, 1947) llega solo al Colegio de Abogados de Córdoba. Es una tarde fría y gris del segundo día de febrero y da la mano con fuerza. Si uno se descuida, la aprieta hasta casi doler. Viste un anorak oscuro y mira directo a los ojos tras unas gafas de concha pequeñas y elegantes. Llega solo pero lo hace cruzando por mitad de una nube de jóvenes que fuma y charla a la entrada. Algunos han sido sus alumnos en la facultad de Derecho de Córdoba y ahora cursan un máster para convertirse en letrados en el Colegio de Abogados.

No todos saben que ese hombre de ojos ligeramente achinados y voz de radio que les dio lecciones de Constitucional en la Universidad de Córdoba es el último de los supervivientes de la matanza de Atocha, un atentado de ultraderecha contra abogados laboralistas del PCE que marcó para siempre la Transición española el 24 de enero de 1977.

Sobre las espaldas de Ruiz-Huerta descansa ahora todo el peso de la memoria de aquella noche sangrienta en la que vio morir a cinco compañeros del despacho del número 55 de la calle Atocha: tres abogados, un administrativo y un estudiante. Y ese peso único, como la soledad a la que va ligado, lo ha sufrido especialmente en el 40 aniversario del crimen, que se acaba de cumplir.

Las pasadas semanas han supuesto para el jurista y profesor un torrente de memoria, muchas veces doloroso. Pero se ha lanzado a ese remolino convencido de la tarea que como único sobreviviente de los hechos le queda: repetir, en el 40 aniversario del atentado, la máxima que tanto él como sus compañeros muertos persiguieron en su labor diaria: la búsqueda de la concordia, la paz y el diálogo.

A punto de cumplir 70 años, Alejandro Ruiz-Huerta aparenta menos edad. Cuando se le dice eso, confiesa su secreto: “Aprendí a ducharme bien joven con agua fría todos los días, ya sea invierno o verano. Es lo mejor que hay”. El detalle espartano ya avisa de su carácter. “Y otra cosa que me ha venido bien es haber dado clase a gente joven. Mis alumnos siempre han tenido 18 años y eso te espabila”, explica con media sonrisa. Ese gesto no volverá a iluminar su rostro en la media hora larga de entrevista que le espera. Será en una sala reservada para la ocasión por los responsables del Colegio de Abogados.

PREGUNTA. ¿Qué haces cada 24 de enero cuando te levantas?

RESPUESTA. Aparte de ducharme con agua fría, como hago todos los días del año, me voy andando, cojo un taxi o lo que pueda para ir a los cementerios de Carabanchel y San Isidro. En el primero están enterrados Enrique Valdelviras y Javier Sahuquillo; y en el segundo Luis Javier Benavides. Todos los años, desde que la Fundación Abogados de Atocha se creó -gracias a Comisiones Obreras de Madrid- decidimos hacer ese homenaje. Yo he ido algunos 24 de enero más a las tumbas de mis compañeros pero así públicamente desde hace unos 12 años.

P. ¿Sueñas con lo que pasó o con tus compañeros?

R. No, no... Aunque los primeros días en el hospital y ya fuera -salí a principios de febrero de 1977- sí que soñaba. La verdad es que lo pasaba muy mal, con una situación de ahogo tremenda pero otra cosa es que lo recuerde sin soñar. Probablemente, eso último ocurre demasiado en mi vida cotidiana. Y ahora que en el recuerdo de Atocha me he quedado solo -porque mis tres compañeros que sobrevivieron al atentado ya han fallecido- es más fuerte todavía ese encuentro con la soledad. En mi soledad, Atocha está siempre presente.

P. ¿Se han cumplido vuestros sueños de democracia?

R. Verás, nosotros soñábamos con la democracia y no le poníamos apellidos. Ya sé que la democracia no los necesita pero ahora nos damos cuenta de que ésta no era la democracia que queríamos. En parte sí, pero para la democracia que queríamos todavía le falta mucho. No puedo hablar por mis compañeros que han muerto -ellos se quedaron jóvenes para el resto de nuestra vida perdiendo la suya- pero me pareció desde el principio importantísimo ir hacia una democracia en la que hubiese libertad para todos, una democracia con la que vivir en paz. En ese sentido, esos pequeños objetivos sí se han conseguido. Otra cosa es que con el paso de estos 40 años la democracia ya necesite un cambio muy fuerte: hay que volverla más participativa cambiando profundamente la ley electoral. Eso es imprescindible para lograr una verdadera democracia y más en el mundo en que estamos, asediado por la violencia y con muchas posturas políticas contrarias a dicho modelo.

P. ¿Vuelve la extrema derecha?

R. Siempre se dice que los procesos políticos tienen un movimiento pendular. Es posible que en muchas zonas del mundo se estén percibiendo situaciones muy fuertes de determinados colectivos que estén siendo utilizados por personas que sí se puede considerar vinculadas a la extrema derecha o a una especie de neofascismo. Es un fenómeno que vuelve a aparecer en las plazas y en las calles de las ciudades europeas y americanas. Eso también significa que en muchas partes del mundo hay un movimiento de aparición de nuevas alternativas a la extrema derecha pero, en realidad, considero que son un poco -o bastante- bluf. La gente necesita unas respuestas que no está recibiendo por parte de las alternativas políticas que existen en el mundo. Por eso, no solo tiene que cambiar la derecha democrática, sino también la izquierda y la misma concepción que tenemos de la política, tanto como servicio público como, sobre todo, participación ciudadana. Creo que las cosas van por ahí. De todas formas, tenemos la suerte de que en España el propio PP fue capaz de integrar en sí mismo a una extrema derecha que, por otro lado jugó un papel muy importante, duro y violento en la Transición.

Para la democracia que queremos todavía falta mucho

P. ¿Podría volver a ocurrir lo que pasó en Atocha?

R. Es la típica pregunta que me da miedo contestar. Personalmente, es bastante normal que me siga sintiendo perseguido no por la extrema derecha exactamente, pero sí por el mesianismo de quien no esté en sus cabales y todavía piense que la violencia sirve para algo. De todas formas, no creo que eso sea posible, 40 años después no tendría ningún sentido. Trabajo desde entonces -y con más intensidad en los últimos 15 años- para erradicar la violencia de nuestra sociedad. Y mi transmisión de ideas a todos los medios y a todos los lugares donde he podido ir a hablar va siempre en la misma línea: la concordia, la paz, el diálogo. De esa forma se resuelven mejor las cosas que a través de la violencia. Sigo manteniendo ese llamamiento porque me parece imprescindible y porque, evidentemente, en nuestro país hay una situación de violencia callada y fortísima. Hace unos días, en una radio escuché un programa sobre la venganza y me quedé helado porque parecía que contraponía venganza con justicia y no estoy de acuerdo. La venganza, como la violencia, aún siendo un sentimiento que tiene visos de humanidad, cuando uno la piensa fríamente y tiene en cuenta lo que es su vida y los minutos de los que consta, se vuelven inexplicables e indefendibles. Aún así, la eliminación de ese sentimiento es muy difícil, muy duro y muy lento, sobre todo en los aspectos más sociales y colectivos.

P. Vuestros abogados, en el juicio por la matanza de Atocha, podían haber pedido la pena de muerte contra los acusados y no lo hicieron justo por lo que estás diciendo.

R. Nosotros participábamos de un movimiento de juristas que con más gente luchaba para erradicar la pena de muerte de España. Hubiera sido una contradicción absoluta haber pedido la pena de muerte para nuestros asesinos. Ni nuestros abogados ni los cuatro sobrevivientes queríamos eso. Nunca hemos creído que la pena de muerte sirviese para algo. Solamente sirve para la reprobación social o bien de los que la aplican o bien de los que la siguen. Es un tema que para mí está superado desde hace muchos años a pesar de que estamos viviendo situaciones vinculadas a la pena de muerte -que nosotros conozcamos- en Estados Unidos, en China... Pero esas son situaciones que ya dependen de los estados y que nosotros, desde la perspectiva española de 1977, en ningún caso quisimos seguir. Nos parecía un horror en sí misma. Y hablar de aplicar esa violencia final para acabar con la vida de otro ser humano nos parecía otro horror tremendo.

Romper con la violencia es muy complejo

P. Vuestra postura puede verse ahora como algo natural pero hace cuatro décadas el debate sobre la pena de muerte no estaba ni mucho menos zanjado.

R. Desde luego que no. Y es más, yo diría que incluso ahora -sobre todo en los últimos años y con los Gobiernos del PP- ha subido el tono y la búsqueda de condenas más duras y penas más altas sobre todo para los delitos con mayor visualidad social y trascendencia mediática: abusos y asesinatos sexuales, por ejemplo. Incluso se ha llegado a poner en cuestión si la prisión perpetua es posible en nuestra legislación o no. Yo creo que es imposible y que va en contra de la Constitución, por mucho que la misma esté en desuso y maltratada. Pero nuestra Carta Magna tiene contenidos significativos y, desde luego, este es uno de ellos: cualquier pena de privación de libertad ha de tener el afán de recuperación de la persona sometida a ella. Y a pesar de eso, ya hemos visto que se ha subido el límite de cumplimiento de penas de 30 a 40 años de prisión. Por eso, insisto: parece que hay cierta preocupación política en considerar cómo tienen que ser las situaciones penales vinculadas con esos crímenes más mediáticos.

Tenemos que respetar incluso a los asesinos

P. Con esta deriva legal creo que es importante mantener la tensión de la memoria, como hacéis vosotros en la Fundación Abogados de Atocha: no olvidar lo que pasó ni de dónde venimos.

R. Claro, por ahí van las cosas. Hace 40 años nosotros empezamos a trabajar en contra de la violencia en todas sus manifestaciones. Y hoy seguimos haciéndolo en casos tan concretos como la violencia contra la mujer. Pero hay otras muchas situaciones paralelas que nos requieren mucho esfuerzo para tratar de hacer algo y evitarlas. En este sentido, tenemos que seguir recordando la historia de Atocha que este año, con el aniversario, ha llegado a muchísima gente pero que todavía es desconocida para muchísima más.

P. Durante años has tenido contacto con la juventud a través de tus alumnos. ¿Se ha ido perdiendo la memoria?

R. La gente joven no ha tenido nunca esa memoria. Me gusta más hablar de memoria democrática común que no de memoria histórica que va mucho más allá. Tengo la sensación de que a la gente joven no se le ha dejado tener su memoria correspondiente; la memoria que corresponde a un pueblo como el español y que supone su pura identidad colectiva. Como bien sabemos, existen muchas situaciones que se han ocultado y la verdad oficial no corresponde con la verdad real. Desde la Fundación Atocha queremos hacer lo posible para integrar esas dos realidades. Y desde la experiencia de mis clases, he notado una diferencia importante: la sorpresa y la distancia de los alumnos de hace 35 años, cuando daba mis segundas clases -porque había impartido docencia incluso antes del atentado- era mucho más grande que ahora. Creo que tiene que ver con el hecho de que cuatro décadas después ha habido un torrente de memoria y ahora la gente sabe que en nuestro pasado inmediato ocurrieron cosas muy fuertes y que la Transición no fue un juego de niños ni una historia rosa y lineal como la que se cuenta desde la perspectiva oficial. Hubo muchos altos y bajos donde nos jugábamos la vida y el futuro muchísima gente. De alguna forma, creo que esto ocurre porque se está extendiendo mucho la información. Poco a poco, la gente se va dando cuenta de que conocer la realidad de este país no es fácil. Por eso creo que es tan fundamental un pacto por la educación que normalice, por ejemplo, el tema de la Educación para la Ciudadanía, una asignatura a través de la cual se llegue a la gente joven y se explique lo que ha pasado.

P. ¿Erais conscientes de que os jugabais la vida?

R. Por supuesto, claro que sí. El 24 de enero de 1977 se dio un bucle de violencia que no se detuvo hasta el entierro de mis compañeros. Esa misma mañana recibimos amenazas de muerte por teléfono. En un momento dado cogió el teléfono Manuela Carmena, que era titular del despacho y era nuestra compañera de trabajo junto al abogado Rafael Company. No le dimos importancia porque la Policía Social estaba casi todos los días en la puerta del despacho esperándonos. El día anterior habían matado a Arturo Ruiz y en septiembre del 76 a Carlos González, en la Complutense. Nosotros, como abogados laboralistas, habíamos perdido en 1971 a Pedro Patiño, un trabajador de la construcción y marido de Dolores Sancho, una compañera del despacho que trabajaba en tareas administrativas. Y otra de las supervivientes de Atocha, Lola Ruano Ruiz, nuestra querida amiga que ya ha desaparecido, había perdido a su entonces novio Enrique Ruano algunos años antes. [asesinado por la Brigada Político Social]. Es decir, desde 1969 no parábamos de estar en contacto con la represión franquista que se seguía manteniendo a pesar de haber muerto el dictador, en un tardofranquismo que no se esperaba tan violento pero que realmente fue violentísimo.

Hubiera sido una contradicción absoluta pedir la pena de muerte para nuestros asesinos

P. ¿Esa misma Policía Social que estaba en la puerta era heredera de la Político-Social?

R. Era la misma y ahí está la cosa... Es como el juego... El juego, vaya palabra que utilizo yo... A ver, es como la responsabilidad de los antiguos guerrilleros de Cristo Rey en las manifestaciones -todas ilegales- que había antes de la Constitución o la muerte de Franco. ¿Por qué intervenían? Porque una ley del año 1938, redactada en plena Guerra inCivil -como prefiero llamarla- daba la posibilidad a las juventudes falangistas y del Movimiento Nacional para ayudar a la Policía cuando las fuerzas del orden público así se lo pidieran. Realmente legalizaron la actuación in eternum -porque duró hasta 1977- de los pistoleros en las manifestaciones. Y eso lo cuenta de manera visualmente muy clara la película 'Siete días de enero', de Juan Antonio Bardem. El peligro de violencia lo teníamos encima desde hacía muchos años antes.

P. Una de las imágenes de la Transición es el entierro de tus compañeros. Y, sobre todo, el silencio absoluto de aquella comitiva.

R. El silencio. Es curioso, en los últimos tiempos en los que yo he tenido que hablar con muchísima gente de las nuevas fuerzas políticas emergentes, parece que eso del silencio lo identifican con una especie de parón y que, en realidad, teníamos que haber seguido trabajando. No entienden el significado de ese silencio. No solo el del funeral de Atocha, sino también el de los funerales por los múltiples asesinatos posteriores de la banda terrorista ETA. Ese silencio ha sido fundamental para que, a pesar de los asesinatos y de los secuestros, se construyese conciencia ciudadana y actividad política. No era un elemento para pararse y no hacer nada. El problema es que cuando ocurrió nuestro atentado había una voluntad de violencia radicalizada extendida y que quería extenderse más. Todo para lograr que pareciese imprescindible la intervención del Ejército y se diese eso que los teóricos llaman un golpe de estado difuso. Esa situación se fue desarrollando en Madrid y otras ciudades en esos años. Con el atentado, las familias, las víctimas, los heridos, el Partido Comunista, Comisiones Obreras y muchísimos trabajadores democráticos sufrieron un golpe durísimo. He podido hablar y abrazar a muchos de ellos. Incluso el año pasado, cuando los Colegios de Abogados de toda España dieron su Medalla de Oro a la Fundación, los presentes rompieron en un aplauso cerrado al leer los nombres de los asesinados y los heridos en Atocha; un aplauso que no paró hasta que al final de la lista dije “y yo mismo, que soy el último”.

Para mí, el ADN de la Democracia española está entre los días 24 y 26 de enero de 1977. El 24 fue el atentado, el 25 se produjo una concentración también silenciosa en el Colegio de Abogados de Madrid con la presencia del decano -a quien el Gobierno no le permitía que velásemos a nuestros compañeros en el mismo despacho de Atocha- o de Jaime Miralles, un abogado monárquico de la derecha pero un demócrata que convenció con su valor, espontaneidad y con su fortaleza al Gobierno para que cambiase de actitud y permitiese velar a nuestros compañeros en el Colegio. Y eso, a pesar de los miedos y temores del Ejecutivo de que pudiese pasar algo.

La Transición no fue un juego de niños ni una historia rosa y lineal

El colegio había sido un lugar que ya habíamos usado muchas veces antes, como el 25 de septiembre de 1975, con motivo de los últimos fusilamientos de Franco. Entonces nos encerramos entre 200 y 300 abogados en silencio total como protesta. La Policía nos tuvo que sacar arrastrándonos por el suelo porque en absoluto estábamos dispuestos a colaborar con ellos. Era una actitud de no violencia activa muy fuerte. El 26 de enero se dio la impresionante manifestación de duelo, respeto y silencio que hubo en Madrid y que para mí determina el fin del bucle de la violencia en España. Parecía que no teníamos el más mínimo futuro de construir una democracia básica con esos atentados encadenados. Por eso, el hecho de que 5.000 militantes de CCOO y del PCE organizaran aquella concentración hasta la Plaza de Colón para despedir los féretros de nuestros compañeros que están ahora enterrados en los cementerios de Carabanchel y San Isidro detuvo el bucle de esa violencia que quería impedir que trabajásemos de verdad con el Gobierno de Suárez para lograr una democracia de mínimos.

P. Justo tres meses después se legalizó al PCE.

R. Eso es. Siempre se ha dicho que hay una vinculación entre los dos hechos.

P. ¿Lo crees así?

R. Yo no. Creo que el PCE se iba a legalizar de todas todas. En mi libro Los ángulos ciegos hablo de ese tema. La legalización causó un impacto tremendo el el Gobierno y en las fuerzas militares que estaban en el mismo. El ministro de Marina dimitió, Fraga habló de golpe de estado. Yo estoy convencido -y así lo cuento en el libro con fuentes reconocibles- que el Ejército estaba informado de que esto se iba a producir y que la legalidad del PCE era necesaria. Era un partido muy fuerte en España pero que al mismo tiempo creía en la democracia, la libertad y la paz. No había opciones para mantenerlo ilegalizado. Además, el atentado visualizó un partido político que salió a la calle en el funeral de ese miércoles 26 de enero y se convirtió en un ejemplo para toda la ciudadanía. Los comunistas de Madrid y de fuera -el abogado cordobés Filomeno Aparicio, mi querido amigo ya fallecido, estuvo allí- tenían una disciplina impresionante y sabían perfectamente lo que querían. La gente se preguntaba cuánto podríamos aguantar con tanta violencia. Pues lo que hiciese falta. Teníamos que ofrecer el silencio, el respeto y el diálogo para seguir trabajando por la democracia. No había que vengarse de nadie, había que seguir el camino de la justicia. No olvidemos que, como trabajadores de la justicia, los abogados de Atocha y todos los demás éramos trabajadores de la dignidad humana. La justicia es la dignidad de las personas.

Los asesinos de Atocha celebraban cada aniversario del atentado con marisco

P. En el momento del atentado todavía defendíais a los trabajadores en un marco legal franquista. ¿Cómo era trabajar en aquel ambiente y ese marco legal hostil? ¿Y cómo aterrizaste tú en ese despacho?

R. Empiezo por la última pregunta. Cuando terminé la carrera, con distintos amigos nos veíamos en el compromiso de asumir una vinculación colectiva. Nos juntamos tres o cuatro abogados y montamos un despacho en Madrid para atender zonas especialmente conflictivas como eran los cinturones rojos: las zonas chabolistas y de casas bajas. Hasta 1977 tuve un despacho justo allí, en las casas bajas de Palomeras, donde hoy está el Parlamento de Madrid. El caso es que nos fuimos y empezamos a trabajar casi clandestinamente porque había muchas situaciones jurídicas importantes que vinculaban tanto al movimiento ciudadanos como al obrero. Y es que allí se estaban organizando políticamente o el PCE o la ORT o las ligas comunistas revolucionarias, a la izquierda del PCE. Así fue como desde nuestro despacho de Canillejas y Hortaleza y Vallecas nos integramos en el despacho de Atocha en septiembre de 1974.

P. ¿Tuviste vinculación política en la carrera?

R. Hice ICADE en Madrid y estuve más vinculado por enlaces personales con gente del antiguo PSP, el Partido Socialista Popular, de Enrique Tierno Galván. Pero no llegué a militar nunca, tampoco cuando se transformó en el Partido Socialista en el Interior para integrarse en el PSOE. Poco antes de terminar la carrera empecé a conocer a gente del PCE pero no me integré. Y la gente que estaba conmigo andaba en las mismsas condiciones: era gente cristiana como Luis Javier Benavides, que fue marxista y cristiano con todas las consecuencias que asumimos ese compromiso de apoyo a los más necesitados y oprimidos de la sociedad desde nuestra profesión de juristas. Todo eso, finalmente, sí nos llevó al Partido Comunista pero antes Luis Javier y yo estuvimos en situaciones de información de la ORT [Organización Revolucionaria de Trabajadores]. Poco después nos integramos en Atocha y en 1974 terminamos entrando en el PCE.

P. ¿Y cómo era trabajar en Atocha?

R. Era una locura, un trabajo de locos. Imagínate, en la calle Atocha de Madrid, entre Tirso de Molina y Antón Martín, en esas casas tan viejas de enormes escaleras se formaban unas colas gigantescas de trabajadores que esperaban su turno para entrar en consulta con nosotros. Se fiaban mucho más de nostros que del Sindicato Vertical que no les daba respuestas. Nosotros sí que llevábamos a juicio incluso a los pistoleros que era como se conocía a los intermediarios de los negocios de la construcción. Esos intermediarios terminaban quedándose con parte de los sueldos de los trabajadores. El caso es que toda esa marea de gente te animaba a seguir trabajando y todo lo que nos contaban nos dejaba impresionados porque nos describían cómo estaban realmente de mal las cosas. Apurando las leyes siempre encontrábamos salidas; Manuela Carmena llamaba a eso lanzar globos sondas; soltábamos uno en Magistratura de Trabajo a ver si funcionaba y muchos lo hicieron.

P. Y vuestro nombre circulaba rápido.

R. Desde luego. Un día de julio de 1976, con un calor tremendo, nos dimos un baño Rafael, Manuela Carmena y yo con una manguera que habían dejado en la finca los de la limpieza. Luego subimos al despacho a hacer la consulta. Siempre se seguía el mismo sistema: decíamos el número, entraba el cliente y cuando salía gritaba, “el siguiente”. Trabajábamos realmente en equipo Rafael, Manuela y yo. El caso es que ese día estábamos con los trabajadores del Metro de Madrid y con los de la construcción y al decir el siguiente entró una empresa entera de 200 trabajadores a los que habían echado por ocupar la fábrica al llevar seis meses sin cobrar sus salarios. Conseguimos que no echasen a nadie.

En 1977 hubo un bucle de violencia que no paró hasta enterrar a mis compañeros

P. ¿Tocasteis el sector del transporte? Porque se condenó como inductor del atentado a un responsable, Francisco Albadalejo, secretario del sindicato provincial del Transporte en Madrid.

R. Había abogados en Atocha que asesoraban a la Comisión Obrera del Transporte que protagonizó la huelga en enero del 77. El asunto fue que los pistoleros que actuaron en Atocha en la noche del 24 de enero estaban relacionados con el Sindicato Vertical del Transporte, cuyo jefe era Vicente García Ribes y cuyo hijo era Juan García Carrés, el único civil detenido tanto en el asunto de Atocha como del 23F. Se dijo que los pistoleros vinieron al despacho a buscar a Joaquín Navarro, quien era el líder de esa huelga. Pero toca decir que era una mera excusa porque estos hombres entraron al despacho poco antes del atentado, vieron que estaba lleno de trabajadores y debieron enterarse de que en ese momento estaba acabándose la huelga del transporte. Por la mañana, además, habían estado con el mismo Navarro en el Sindicato Vertical. El caso es que en la noche del atentado subieron hacia un altillo del despacho de Atocha, 55. Desde allí arriba, tal y como muestra la película de Bardem, seguro que vieron cómo se marchaba Joaquín Navarro del edificio. Por eso, cuando entraron en el despacho, evidentemente preguntaron por él y le dijimos que no estaba. Pero ellos ya lo sabían. Seguro. En el juicio de febrero del 80 dijeron que solo pensaban dar un susto a Navarro pero no era creíble porque dejaron cinco muertos y cuatro heridos muy graves.

P. ¿En el momento que les viste entrar sospechaste lo peor?

R. No. Luego lo hablé con mis compañeros supervivientes que ya han fallecido y todos coincidimos en que cuando les vimos aparecer pensamos que haciéndoles caso no iba a pasar nada. Fíjate que era una situación terrible, aparecieron con esos pistolones tremendos y ya suponíamos que algo malo querían, pero nuestro primer sentimiento fue que portándonos normalmente no iba a pasar nada. Eso fue sobre todo cuando está José Fernández Cerdá con nosotros, pero cuando aparece Carlos García Juliá, el otro pistolero que fue causante de las muertes, y trae a dos que no estaban con nosotros: Serafín Delgado, un estudiante salmantino que terminaba derecho y que va a morir; junto a Angel Rodríguez Leal, el trabajador del transporte despedido que estaba empleado con nosotros como administrativo y que había subido casualmente para buscar un ejemplar de la revista del PCE Mundo Obrero. García Juliá trajo a los dos y en un momento dado se le escapa un tiro y en segundos se ponen a disparar salvajamente contra nosotros. Digo salvajemente porque hubo dos oleadas de disparos: una tiro a tiro a todos y cada uno de los nueve que estuvimos allí y otra en el suelo, en ese panorama dantesco que se abrió delante de nosotros. A mí me tapó el cuerpo y mis zonas vitales Enrique Valdelvira, otro querido compañero que murió también y que me dejó al aire solo la pierna derecha en la que recibí cuatro impactos de bala. Fue un atentado salvaje. Y nunca he pensado que fuese consecuencia de Joaquín Navarro. Quiero dejarlo claro porque el pobre ha cargado con una responsabilidad muy fuerte. Incluso llegó a hacer su propio papel en la película de Bardem. Pasamos un tiempo sin relación pero la hemos recuperado a pesar de que no ha sido fácil por la dura historia que hay detrás.

P. Y a pesar de todo, has huido del sentimiento de venganza. ¿Alguna vez has dudado?

R. Yo he estado dudando permanentemente. Por supuesto que sí. Incluso, mis primeras sensaciones eran las de querer estar en una habitación cerrada a cal y canto con los asesinos para pegarme con ellos. Reconozco que ese ha sido un sueño recurrente, entre otras cosas porque luchar contra venganza supone luchar contra la violencia también. Y tienes que hacer un esfuerzo muy grande no solo para mantener un cierto respeto por los asesinos, sino porque somos violentos en muchas ocasiones de nuestra vida. Romper con eso es muy complejo. Desbaratar el espacio que nos roba la violencia no es fácil. Me llaman pitufo gruñón tal vez porque me he hecho más gruñón desde lo de Atocha; o porque tengo las cosas más claras. Las víctimas que sobrevivimos tenemos certidumbres. Y yo tengo la certidumbre de lo que costó trabajar la Transición y la Democracia. Después de los 40 años -y por el hecho de lo que hemos empezado hablando: esa pena de muerte que nunca pedimos a nuestros asesinos- sigo teniendo clara esa voluntad de paz y de cuidar al ser humano. Y por muy asesino que el otro haya sido, nuestra actitud implica una parte concreta de respeto. Tenemos que respetar incluso a los asesinos.

P. ¿Te sentarías con tus verdugos?

R. No, no me vería capaz. Los asesinos de Atocha, tanto los de los pistolones como los que estaban detrás induciendo -lo que se pudo investigar, ya que el juez Gómez Chaparro decidió no avanzar-, tenían por costumbre celebrar cada 24 de enero con marisco. Y en el juicio de Atocha alguien de la extrema derecha llamó a los cinco asesinados los cinco cerdos. Como comprenderás, si eso significa que siguen empeñados en la violencia contra los comunistas y los abogados laboralistas, no tengo nada que decirles más allá de lo que ya he dicho.

El ADN de la Democracia española está en el funeral de la matanza de Atocha

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