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Plaza de las Tazas, 11: las raíces de la vida

Propietaria del patio de Plaza de las Tazas, 11 | TONI BLANCO

Rafael Ávalos

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Recóndito es el rincón. A ojos del turista, bien puede parecer una aventura. Para el de la tierra es sólo un paseo alejado de las prisas. Entre calles estrechas, no muy lejos -o más bien cerca- de la Magdalena y a sólo unos metros de Regina, aparece una plaza quizá oculta en el vertiginoso día a día actual. Es la de las Tazas, en cuyo número 11 se descubre una especie de oasis en medio del desierto de asfalto que es la ciudad. Traspasar la puerta del inmueble y su amplio zaguán significa descubrir un entorno distinto en este tiempo. Diferente es el paisaje, como también las experiencias en su interior. Es la vivienda de Cristina Bendala, quien desde hace años abre su hogar a propios extraños. Sobre todo, cuando llega mayo y el Festival de los Patios recupera su ímpetu. Este mes, año tras año, los visitantes acuden al lugar en que las raíces de la vida florecen para una mujer apasionada y su marido.

Esta casa-patio, única como el resto por su estructura, es el presente de lo que fuera el antiguo picadero de la Magdalena. Fue a inicios del siglo XX cuando el edificio dio acogida a diversas familias en forma de inmueble vecinal. Al menos un centenar de personas, en distintas generaciones, habitaron una vivienda que es, en cierto modo, el anhelo alcanzado de su actual propietaria. “Vine de Sevilla en 1970 y nos alquilamos un piso (ella y su pareja), vivíamos en Ciudad Jardín. Yo empecé a hacer un poco de investigación con Juan Serrano, un arquitecto de aquí, y empezamos a meter la nariz en todas las casas. Entonces estaba todo el casco histórico hecho polvo. Fue casi el primer contacto con la ciudad, con un persona que la conocía perfectamente, en ese momento de crisis en que estaba todo casi devastado”, recuerda Cristina Bendala de su llegada a Córdoba.

Su labor de investigación terminó por abrirle la puerta de su vida futura. “La primera vez que llegamos (a su actual hogar) todavía vivía una pareja muy mayor en una de las pocas habitaciones que quedaban, porque estaba derrumbada la casa. Era lo que pasaba en aquel momento: familia que se iba, habitación que ya no se encalaba. Y encalar era la manera de mantener un poco la casa en pie”, relata. “Nadie cuidaba plantas, pero las había que no necesitaban cuidado y estaban grandísimas. Era un espacio muy evocador, un poquito romántico. Pensé: si me quedo a vivir en Córdoba, creo que éste es el sitio en el que a me gustaría vivir”, continúa. Es la historia de un flechazo que culminó en un amor duradero a principios de los ochenta. “En 1982-83 fue cuando compramos la casa mi marido y yo”, apunta.

Cristina, que abre su patio durante todo el año con iniciativas culturales y sociales, rememora los inicios en el número 11 de la plaza de las Tazas. “La gente me decía: ¿Te vas a ir a vivir al casco histórico, que todo aquello está muy mal? Incluso con los taxistas me he peleado muchísimas veces. Cogía un taxi y a veces veías sólo la mala cara, pero otras me decían: Vaya por Dios, tengo que ir a ese barrio que es un desastre. Me sentaba como un rayo”, narra entre risas. Pero no importaba, al fin y al cabo había quedado enamorada de este tipo de vivienda. “Cuando llegué a Córdoba empecé a verla de esta manera, tenía tiempo y ganas de hacer la investigación. Me metí en esto y me enganchó”, confiesa.

La propietaria de esta casa-patio considera que llevó a cabo “una renovación” más que una rehabilitación, pues el edificio estaba derrumbado en gran parte. El hecho de optar por un inmueble de estas características fue un acierto, cree Cristina, que se empapó además de su historia. Pero sobre todo le permitió avanzar en los años de una manera muy diferente. “Aparte de lo que es vivir físicamente tan maravillosamente y ver crecer las plantas, es conocer la historia de la ciudad. Lo valoro muchísimo. Cuando entro y veo las fotos de las mujeres de aquel momento pienso que tengo la suerte de que aquí han vivido, nacido, muerto, enfermado, casado, bautizado cien personas. Me cambió muchísimo la vida”, expresa. Mucho más si cabe por la relación con las plantas, que considera sienten igual que las personas, con “el problema de que no lloran o no gritan”.

“Creo que esta casa es como mi otro yo, como un alter ego mío. Yo voy creciendo y haciéndome mayor, los árboles también. Siempre pienso: hay que ver cómo le ha cundido a esta gente (por sus plantas), cómo ha crecido y yo me he quedado abajo”, señala con su agradable forma de contar vivencias. Además, Cristina valora el estilo de vida que permite una vivienda como la suya, de convivencia y muchas experiencias compartidas. “No te puedes imaginar lo que es sentarte a comer debajo de los árboles. Nosotros decimos que si nos podemos seguir sentando un grupo de gente a comer debajo de los árboles no necesitamos más”, argumenta mientras una vecina resalta el valor humano de esta madrileña de nacimiento pero cordobesa de adopción. Eso sí, ella aclara que “todo esto es muy material, no es para nada fantasía ni espiritual, se toca”.

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