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CRÍTICA
'Poncia': Sarandonga lorquiana

Obra de teatro 'Poncia'.
9 de noviembre de 2024 20:06 h

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Debo confesar que, con el paso de los años, he ido descubriendo cada vez más costuras de ese personaje tan torrencial de nuestra cultura que fue Lorca. No seré yo quien ponga en duda la magnitud literaria – y política- del granaíno, ni el estremecimiento que me provocan algunos de sus textos- sobre todo, los Sonetos del amor oscuro y Poeta en Nueva York -, pero sí que ahora contemplo de manera distinta todo lo que él creó sobre y en torno a las mujeres.

Supongo que años de lecturas y concienciación, de aprendizajes y desaprendizajes, me han hecho ver que tal vez lo más sensato sea no poner etiquetas inmerecidas a una obra, entre otras cosas porque nuestra mirada contemporánea nada tiene que ver con la de un artista de principios del siglo XX.

Montajes recientes, como la decepcionante Casa de Bernarda Alba dirigida por Alfredo Sanzol, me han confirmado que, a diferencia de otros clásicos, no toda la obra de Lorca soporta bien una traslación a las narrativas de hoy. Descubro en sus textos la voz disidente de un hombre que lo era, también el sentido sexo/genérico, pero me cuesta encontrar en ellos un hilo emancipador. Por el contrario, desde mi mirada de hombre concienciado, o en proceso de serlo, del siglo XXI, no puedo evitar tropezarme con muchos lugares comunes, con mucho drama que nos lleva a lo hondo del pozo y con pocas ventanas que nos permitan ir más allá del suicidio de Adela, de la frustración de Yerma o de las soledades de Rosita.

Justo tras la muerte de la hija de Bernarda, la del vestido verde que yo siempre recordaré con los ojos de gata de Ana Belén, parte la Poncia ideada por Luis Luque y que se sustenta sobre el poderío escénico de Lolita Flores. Una obra que se nutre en su mayoría de fragmentos de Bernarda y de otros textos de Lorca – y que son lo más destacable del guion -, al que el autor ha ido añadiendo un mínimo relato que ha pretendido, sin conseguirlo del todo, poner el foco en la voz de la criada. Un lugar muy querido, por cierto, para autores teatrales, y digo bien, sobre todo para hombres que escriben sobre mujeres y que me temo que no han leído a Siri Hustvedt. Luis Luque da el protagonismo a esa mujer que ha sido testigo y a veces también parte de ese mundo patriarcal liderado, aunque pueda parecer paradójico, por una mujer. Hay en la obra retazos de una mínima perspectiva de género, a la que se une una muy superficial perspectiva de clase, en un intento, fallido, de dotar de cuerpo no solo dramático sino también político al personaje.

A pesar de la cuidadísima y preciosista puesta en escena, de una iluminación que recrea espacios y emociones con delicadeza o de un vestuario obvio pero bello, esta Poncia no alcanza un vuelo alto porque carece, a mi parecer, de entidad por sí misma. Porque acaba siendo una suerte de puzle un tanto forzado en el que confluyen piezas que son trocitos de otros y de otras, y al que no consiguen dar armonía unas repetidas interrupciones, acompañadas de músicas que podríamos escuchar en la sala de espera de un dentista, que restan fuerza al monólogo y que, además, al menos en el caso de Córdoba, dan lugar a que el público aplauda como si Lolita hubiera terminado de cantar “amor, amor”.

No cabe duda de que estamos ante uno de esos proyectos, tan propios de la “factoría Cimarro”, en que la clave se sitúa en la fuerza mediática, y en este caso hasta de memoria colectiva, que encarna la protagonista, a la que el público de ayer habría ido a ver con independencia de que hiciera de Poncia o de la vecina de al lado. Pese a que me siguen faltando en ella los matices de un arco interpretativo más amplio y matizado, Lolita Flores consigue mantener el artefacto con poderío. Con una voz que cada vez recuerda más a la de su madre, y por tanto que a mí me llevó constantemente al reciente anuncio de cerveza, pero que mantiene casi toda la obra en una misma tesitura y en mismo tono emocional.

Me habría gustado escuchar a una Poncia que hablara menos desde la rabia y el resentimiento y que apostara más por la liberación, más allá de una parte final más propia de redacción bienintencionada de un colegio que de un brillante texto teatral. Como me habría interesado más que el autor volara más allá de esa especie de ring en el que él imagina la casa de Bernarda y en el que Poncia podría haber sido una llave no tanto para acariciar cortinas y sábanas sino para romperlas y lanzarse a la aventura de usar palabras que fueran más allá de “es un castigo ser mujer”.

No llegué a descubrir en los 70 minutos que más o menos dura la obra esa apertura del alma de una mujer que, como dice el director, insiste “en la necesidad de transferir a los demás la idea de amarnos en libertad”. Quizás porque siempre vi, tras el personaje, la mano del creador que parecía mover sus sesos como quien tira de los hilos de una marioneta. Es decir, eché en falta una Poncia que también le hubiera dado un buen corte de mangas al hombre genio.

Salí del teatro con una sensación agridulce pero, sobre todo, maravillado por la entrega de un público, el cordobés, que vitoreó a Lolita Flores como si fuera la Macarena pasando por la calle Feria. Todo eso después de que, finalizada la obra, nos regalara un monólogo, otro, en el que lloró por Valencia, nos contó que le iban a dar un Grammy y que Juana Martín le había diseñado el modelazo con el que lo recogería. Es entonces cuando me di cuenta de donde radica la verdadera fuerza de Lolita Flores. Y por eso me quedé pensando que tal vez ella no necesite de Poncia para hacer suyo el escenario. Que ella, en sí misma, se basta y sobra para hacer que el público, en su mayoría senior, le compre cualquier relato que, como hace casi a diario en su cuenta de Instagram, nos cuenta la vida en versión Flores. Y eso sí que es arte.

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