Vindicación de abrazos y alegría
“La felicidad no es fruto que se recoja por sí mismo, hay que hacerla, sostenerla, crearla y, aún más difícilmente, saberla recibir y recoger cuando llega”
Nos ha tocado vivir tiempos hostiles. Cabalgamos sobre crisis e incertidumbres, atemorizados ante al futuro y entregados a un presente narcisista, como si se hubiera clausurado la posibilidad de imaginar un horizonte de posibilidad. Es fácil pues caer en el desasosiego y en la melancolía, ese territorio que acaba siendo pasto para quienes están dispuestos a salvarnos. En medio de tanta ira, no dejo de recordar lo que siempre escuché a algunas de mis amigas feministas, esas mujeres de largo recorrido biográfico y de militancia tatuada en la piel. De ellas aprendí que no debemos permitir que nos roben la alegría. Que esa sería la verdadera victoria de quienes nos quieren sumisos y alejados de la primera persona del plural. Esa en la que tan a gusto me consta que habitaba nuestra querida Rafi Valenzuela o el padre de María.
María, o sea, Rozalén, volvió a demostrarnos anoche que tal vez no haya nada más revolucionario en estos momentos que la alegría y los abrazos. La mujer que no hace sino cantarnos su vida llegó anoche al Festival de la Guitarra con su magnífica banda de siempre, y con la energía que no necesita palabras de la indispensable Beatriz Romero, para presentarnos su último disco, el sexto de su carrera, en el que la autora de “La puerta violeta” nos habla, sobre todo, de amor y de duelo. Esos dos polos que, aunque no queramos reconocerlo, acaban siendo el esqueleto que nos sostiene como seres con memoria y vínculos. Como las criaturas vulnerables e interdependiente que somos. Con un escenario en el que se abrían, como si fueran entrañas, pétalos o velas de un barco, Rozalén nos convocó a uno de sus rituales mágicos – porque las hadas existen- para vaciarnos y después llenarnos. Justo lo que ella ha hecho en este último trabajo que surge, entre otras cosas, del difícil abrazo de las ausencias, ese para el que nunca nos educan, y de la entrada en otra etapa de la vida, esa en la que irremediablemente empezamos a sentir el aguijón de la melancolía, la quemazón del tiempo veloz y la necesidad de agarrarnos, para sanarnos y para salvarnos, a las emociones que brotan cuando somos capaces de saltar del yo al nosotros. En definitiva, cuando sin quererlo no nos queda más remedio que abandonar la matria de la infancia – esa que retrata en la bellísima “Entonces” – para instalarnos en la edad adulta. Tal vez la edad media de quienes estuvimos anoche en la Axerquía mostraba que la mayoría de quienes la seguimos estamos también en ese momento vital en el que necesitamos de un concierto para recordarnos que sin baile no es posible la revolución. Y que Rozalén, claro, se nos ha hecho adulta.
De esta manera, y aunque “El abrazo” no tiene el toque social que fácilmente podíamos detectar en otras obras de la cantautora, su último disco también acaba siendo político. Porque va a la raíz de lo colectivo, porque vindica la ética del cuidado y porque no deja de usar la imaginación, esa herramienta tan femenina, para pensar en el futuro que le espera no solo a su sobrino sino a todas esas generaciones que miran el siglo XXI con la herida que supone pensar que tal vez no podrán vivir tan bien como lo hicieron sus padres y madres. Afortunadamente, con Rozalén siempre en posible pensar en “la cara más amable del mundo”. En ese mundo en el que los hombres abracemos al fin la ternura y en el que seamos conscientes de cómo solo desde lo público es posible mantener todo aquello que sostiene la vida. Esa que acabará convertida, ojalá siempre en condiciones de dignidad, en cenizas donde habiten los pechos como montañas y el pelo blanco que se enreda a las trenzas del porvenir.
Aunque con frecuencia en su espectáculo está a punto de caer en lo cursi, y en esa psicología positiva que inunda los kioscos de los aeropuertos y las estanterías de autoayuda en El Corte Inglés, María siempre escapa de la deriva porque todo lo dice, lo hace y lo canta con honestidad. Atravesándole el cuerpo y la piel. Como si el escenario fuera una inmensa radiografía en la que podemos ver con todo detalle el interior de sus vísceras o las conexiones de sus huesos. En un concierto que fue, entre otras muchas cosas, un viaje por el folclore, esa matriz que hace que María no pierda nunca el sentido de quién es y de dónde viene, la albaceteña nos regaló casi todas sus últimas canciones, entreveradas con mucha inteligencia con esas otras que ya forman parte de nuestra memoria sentimental. Así, entre otras muchas, volvimos a emocionarnos con “Vuelves”, a danzar como niños con “Vivir” o a subirnos en ese tren en el que, cuando miras por la ventanilla, ves campos llenos de girasoles y hasta hadas revoloteando entre los olivos.
En un día en el que estuve atravesado por la muerte demasiado temprana de esa mujer imprescindible que fue Rafi Valenzuela, y en el que también la mujer colombiana que cuida de la madre de mi compañero sintió la amargura de no poder regresar a su país para despedir al hermano fallecido, escuchar a Rozalén hizo, una vez más, que recuperara las ganas de bailar. Esas que también atraviesan “El abrazo” como lo hace el amor sin posesión, el valor de la amistad que ampar o la vindicación, en este tiempo de redes airadas y de juzgadores implacables, de ese espacio propio en el que crecernos frente a los que han hecho del odio una herramienta contra quienes no caben en su definición del nosotros. La trovadora, que anoche reinterpretó el corsé para que ninguna mujer lo confunda con unas rejas, y que acabó cantando entre el público ese himno que hasta niños y niñas se han aprendido contra las violencias machistas, nos ofreció una bellísima lección sobre cómo honrar la vida. En ese puente generacional que une orillas de tiempo y valores compartidos. Desde la emoción del vacío dejado por el padre amado y con la alegría rompedora de saberse eslabón y estribillo. La Rozalén que siempre ruega que la queramos libre y suya, que nos enseña a amar desde ese otro lado al que nos lleva el final del amor, que se rebela contra ese black mirror en el que muchos parecen empeñados en convertir este siglo de pateras e incendios, nos insistió anoche en que la única eternidad posible es justo la que nos permite polinizarnos unos a otros. Como si fuéramos insectos que traen y llevan el polen a veces esquivando dardos y disparos.
Anoche, una vez más, María, con la voz dolorida y en varios momentos a punto de romperse, nos interpeló a reinventar la alegría, a honrar la vida, a habitar la esperanza. En un abrazo que lejos de ser una metáfora se convirtió en un pasaporte donde todas y todos pudimos ver los rostros de Ángeles y de Cristóbal. Pero, sobre todo, el de ese sobrino, que podría ser el nuestro, por el que tenemos que seguir trabajando por y para la alegría.
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