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El discurso que pronunció el pasado sábado la escritora Ana Iris Simón ante la plana mayor del Gobierno en un acto para abordar el problema de la despoblación en la España rural han dado pie a múltiples debates a lo largo de la semana. Algunos, los más ruidosos, se han centrado en el contenido político de sus palabras, obviando el aporte personal de la escritora que, guste o no, ha clavado algunas de sus ideas en la agenda política, como da buena muestra los ríos de tinta que ha hecho correr.

Sus ideas sobre la familia, la maternidad y el éxodo de lo urbano a lo rural han llegado, además, en un momento en el que algunas provincias sufren un invierno demográfico, con una constante pérdida de población que se explica por varias causas. Córdoba es una de estas provincias.

Las cordobesas cada vez son madres más tarde. Según los datos oficiales del Instituto de Estadística y Cartografía de Andalucía (IECA), en 1980 las cordobesas eran madres, de media, a los 28 años. Entonces, solían tener 2,59 hijos, también de media. Ahora, cuatro décadas después, las cordobesas suelen ser madres por primera vez a los 32 años. Y cuando lo hacen, tienen una de las tasas de natalidad más bajas de España: 1,26 hijos de media. La del país no es muy superior, pero rebaja los 1,3 hijos por mujer.

Esta es una de las causas principales del invierno demográfico de Córdoba, que está provocando una pérdida de población más que notable. Solo en 2020, según datos provisionales del Instituto Nacional de Estadística, la provincia se dejó 5.000 habitantes. A ello se une que los inmigrantes que llegan a España no prefieran vivir en Córdoba, precisamente. En la provincia viven unos 25.000 extranjeros, una cifra que dista muchísimo del 10% de inmigrantes con los que cuentan algunas provincias, principalmente de la costa o Madrid.

De hecho, lo que sucede es justo al contrario. De Córdoba se marcha mucha más gente que de otras provincias. El año pasado, por ejemplo, emigraron 16 cordobeses de cada 1.000. Córdoba ha sido siempre una provincia de emigrantes, pero no tanto. En 2002, por ejemplo, buscaban fortuna fuera de la provincia 11 cordobeses de cada 1.000.

El dato de emigrantes siempre está en los titulares, camuflado bajo el eufemismo fuga de cerebros. Pero, ¿qué pasa con quiénes, al igual que Ana Iris Simón, deciden recorrer el camino contrario y deciden abandonar las grandes ciudades y volver y asentarse en el pueblo? ¿Qué tienen en común?

De Londres a Madrid, y de Madrid al poblado: “Sorprendentemente, mi mente me dijo que quería volver a Cerro Muriano”

Cristina Gamero tiene 37 años y vive en Cerro Muriano, una barriada en plena Sierra Morena que se divide entre los términos municipales de Córdoba y Obejo. Vive a unos metros de la casa familiar, en la que creció desde los 10 hasta los 18 años, cuando se marchó a Granada a estudiar. De ahí a Londres, y luego a Madrid, donde vivió 8 años, antes de volver de nuevo al “poblado”, que es como ella y sus amigos llaman cariñosamente a Cerro Muriano.

Un cariño que no era el mismo cuando se marchó de allí por primera vez. “Me fui empujada por salir de aquí. En esos momentos me apetecía conocer mundo y conocer otras cosas y tenía una vocación por la comunicación audiovisual muy clara. Así que me fui a Granada, que era lo que yo quería en ese momento”, recuerda ahora Cristina, que hoy trabaja como responsable de área de Amplifon (GAES) en Córdoba y Jaén. 

Un puesto al que ha llegado tras varios años en los que ha trabajado en otras empresas y trabajos, casi todos vinculados al mundo textil: desde responsable de tienda de Desigual en Madrid, a responsable de área del grupo Comdifil y para OVS. Fue precisamente cuando trabajaba para OVS cuando tomó la decisión de volver a casa e instalarse en Cerro Muriano.

“Ya cuando estaba en Madrid estaba pensando en irme a vivir fuera de la capital. Por el ruido, por la saturación mental… Así que tuve la oportunidad de volver a Andalucía con esta empresa, que además me dijo que podía elegir donde vivir, y sorprendentemente, mi mente me dijo que quería volver a Cerro Muriano”, rememora Gamero, que de pronto se vio valorando “la tranquilidad, la calidad de vida y la cercanía con la familia”.

Tres años después de tomar aquella decisión, Cristina confiesa que está en un momento particularmente feliz de su vida. Tiene trabajo estable y anda buscando una casa para comprar en Cerro Muriano y establecerse de manera definitiva. “Quiero una casa con algo más de terreno donde seguir desarrollando mi vida”, indica Gamero, que añade que está planteándose también iniciar un proceso de adopción.

Un planteamiento que, además, está íntimamente vinculado a la decisión que tomó de volver a vivir en Cerro Muriano. “Si no estuviera aquí, con la calidad de vida que tengo, con mi familia cerca y una buena casa, no me lo hubiera planteado. De hecho, si hubiera estado en Madrid, seguro que no me lo estaría planteando. Eso lo tengo cristalino”, reconoce Cristina, que añade que, por primera vez siente que se está igualando en calidad de vida a la trayectoria que tuvieron sus padres.

Eso sí, no siente ningún tipo de envidia o nostalgia sobre las vivencias de sus progenitores. “Yo no me he sentido obligada a hacer nada de lo que he hecho. Todo lo que he hecho, lo he hecho porque he querido, y he tenido unas vivencias muy distintas. Así que no. No envidio la vida de mis padres”, concluye la joven. 

De host de Airbnb en Gales a diseñadora en Pozoblanco: “Hay una parte de mí que sigue huyendo un poco de lo rural”

Mai Corrales tiene 30 años y tampoco envidia gran cosa de la vida que tuvieron sus padres. “Lo único, si acaso, es que tenían una ilusión sobre el progreso que yo no tengo”, reconoce por teléfono esta diseñadora gráfica que, tras estudiar en Córdoba y trabajar en Gales como host de Airbnb, ha acabado volviendo a su pueblo, Pozoblanco, donde, al igual que Cristina, se siente sorprendentemente cómoda en estos momentos.

“Mi sueldo en Madrid, Sevilla y Barcelona solo serviría para pagar las necesidades más básicas. Vivir en el pueblo me permite saciar lo básico, ahorrar, invertir en mis hobbies y poder disfrutar”, reconoce Mai, que, en estos momentos, ni siquiera tiene un trabajo fijo, pero tiene lo que no cree a su alcance en todas esas ciudades: “la calidad de vida, el ritmo con el que se vive, no perder el tiempo, el campo, la ausencia de contaminación, de ruido o jaleo”.

Todo eso otro que no sale en las películas con tramas urbanas. Mai pone el ejemplo más simple: ha pasado de ir como loca leyendo ofertas en los supermercados de Gales a comprar huevos sabiendo exactamente cómo están las gallinas o un filete de ternera sabiendo de dónde procede la carne. Huelga decir que Mai vive en Los Pedroches, cuna de uno de los mejores ibéricos del mundo. Aunque Corrales huye pronto de la estampa bucólica.

“Hay una parte de mí que sigue huyendo un poco de lo rural, pero más por el poco acceso a la cultura y la poca variedad de oferta”, reconoce la joven, que añade que, en su decisión de quedarse en Pozoblanco también ha pesado la familia y su pareja, Antonio Jesús, de 37 años. A pesar de la estabilidad encontrada en el que siempre ha sido su hogar, la incertidumbre sigue presente.

Así, Mai se confiesa incapaz de planear una vida a largo plazo. “Sigo sin saber si dentro de un año tendré trabajo. Con el Covid he descubierto que es importante vivir en el presente y, como mucho, pensar en un futuro muy cercano”, afirma esta joven.

Y, hablando de ello, vuelta al principio y a sus padres, lo que distingue su camino del que tuvieron ellos. “Mi padre se sacó unas oposiciones y es funcionario del Ayuntamiento y tenía un trabajo fijo y estabilidad económica. Pero el camino de mi madre no es para nada mejor que el que he tenido yo”, afirma la joven diseñadora, que recuerda que, tanto la presión social como la cultura imperante en la época empujaban a la mujer a cuidar de la casa y sus hijos, mientras se descuidaba a sí misma y su propio progreso. “Ella no pudo acceder a una formación y las imposiciones sociales estaban por encima de la independencia económica”, sentencia Mai, que en estos momentos descarta ser madre, aunque por decisión propia, no por cuestiones socioeconómicas.

Uno de cada cuatro vecinos de Los Pedroches y el Guadiato tiene más de 65 años

Mai y Cristina son dos casos no muy comunes, pero prototípicos de quienes deciden cambiar el sentido del éxodo poblacional desde fuera hacia dentro. El futuro de Córdoba, además, pasa por rejuvenecer la edad media de su población. En 1980, los cordobeses tenían una media de 32 años. En 2019 ha pasado a ser de 44 años. El envejecimiento de la población se nota, especialmente, en el mundo rural. Y donde más, en la zona norte de la provincia. En Los Pedroches y el Valle del Guadiato, el 25% de la población tiene más de 65 años. Es un dato altísimo. La media nacional no llega al 18%.

Un mayor envejecimiento de la población y un descenso de la natalidad lleva, además, aparejado un presunto dato bueno: que baje el paro. Al haber cada vez menos población en edad de trabajar, solo con que se mantenga el empleo o el paro no suba mucho, las cifras señalan que el desempleo desciende. Y es lo que ha venido ocurriendo en la provincia de Córdoba en los últimos años previos a la pandemia. 

Este mismo viernes, un informe del Banco de España alertaba de que al menos la mitad de los pueblos del país estaban en riesgo de sufrir problemas de despoblación. En la provincia de Córdoba, por ejemplo, hay municipios como Valsequillo en los que en el año 2019 no nació ningún niño. Allí, en este pequeño pueblo del Valle del Guadiato, la edad media de la población supera los 55 años. Un municipio de personas mayores en los que no hay niños por la calle. Un invierno demográfico que pone en riesgo la prestación de servicios esenciales a la población.

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