Cuando la Diputación de Córdoba era un inmenso hospicio
La biografía de Alfonso Otero es el crudo espejo de la posguerra. Nació el 13 de febrero de 1949 en el seno de una familia paupérrima de la Guijarrosa. Su padre se buscaba la vida como temporero y con las pocas pesetas que ganaba apenas podía espantar el hambre que gobernaba una familia con seis hijos. Su hermano mayor recorría los cortijos de la campiña para pedir limosna y llevar algo que comer a casa. Un día se presentó con un hermano pequeño en el cortijo de la Fuencubierta, en el término municipal de La Rambla. Llovía a mares. Le abrió la puerta una señora y los hizo pasar para ponerlos a cubierto del aguacero.
Los chavales todavía no lo sabían, pero la vida de su familia había cambiado para siempre. El cortijo era propiedad de una estirpe agraria bien instalada en la campiña. La mujer se interesó por la situación familiar de los dos niños y se presentó en su casa. Cuando vio el estado crítico en que vivían, tomó las riendas del núcleo familiar. Las niñas fueron internadas en las Adoratrices y los niños en la casa cuna de la calle Torrijos. Su madre fue empleada en la lavandería, mientras que el padre fue ingresado en un asilo.
“Mi hermano mayor y la señora nos salvó la vida. De lo contrario yo ya estaría criando jaramagos”, confiesa a sus 75 años Alfonso Otero sentado en una banca de madera del Patio Blanco de la Diputación provincial. Tenía 6 años recién cumplidos cuando entró en la casa cuna. Su hermano mayor fue contratado en el cortijo de Fuencubierta, pero un fatal accidente laboral se lo llevó por delante poco después. Del orfanato de la calle Torrijos, hoy Palacio de Congresos, recuerda poco. Solo que lo llamaban el niño de la cuartilla, por la caja de madera para medir el trigo donde se solía meter debido a su corta edad.
La señora del cortijo de la Fuencubierta vendió la casa de los Otero y con el dinero que obtuvo abrió una cartilla de ahorro para cada niño con 30.000 pesetas. El resto lo empleó en comprar una vivienda en el Sector Sur, donde habitó su madre el resto de sus días.
Dormíamos cuatro niños en cada cama. Y cada día amanecíamos mojados
En enero de 1957 fue trasladado al hospicio de la Merced, que regentaban las Hijas de la Caridad. El viejo convento se había destinado a orfanato en 1850 y entre sus solemnes muros acogía a cientos de niños y niñas desamparados de aquella España atrasada, pobre y gris de la dictadura franquista. Las condiciones de habitabilidad eran desoladoras. “Dormíamos cuatro niños en cada cama. Dos en los pies y otros dos en la cabeza”, explica Otero. “Y todos los días amanecíamos mojados”. El suyo era el dormitorio de los más jóvenes, donde se alojaba medio centenar de criaturas. Y tenía nombre: El niño Jesús.
Dentro del dormitorio, en una esquina, había un agujero en el suelo. Allí orinaban y defecaban a diario toda la tropa de chiquillos. “Había un olor insoportable”, dice. Se bañaban en un pilón de azulejos blancos. Una vez a la semana y con agua fría. La caliente todavía era un lujo de ciencia ficción. Las monjas le arrancaban la suciedad con un estropajo de esparto y le cambiaban la ropa usada de siete días.
No era fácil la vida en el hospicio. Se prodigaban los problemas de convivencia y las religiosas habían delegado en los internos mayores, que se desempeñaban como cuidadores de los más pequeños. “Nos pegaban unas palizas tremendas”, se queja Alfonso Otero. No tiene buen recuerdo de sus custodios. Eran jóvenes cincelados por el dolor, el abandono y la crudeza de su infancia, y se limitaban a reproducir en sus víctimas el maltrato que la vida les había infligido.
“Esto era como una cárcel”, asegura. “Y aquí se producían muchos abusos, también sexuales”. Con todo, guarda un intenso recuerdo agridulce de los años en que estuvo recluido entre estos muros centenarios. “Esto me ha hecho mucho daño, pero también mucho bien”, explica de forma gráfica y paradójica. Lo que sí rememora con nitidez es el adoctrinamiento diario acorde con un régimen opresivo y beato. “Lo primero que hacíamos todos los días nada más levantarnos era rezar. Además de las 40 monjas, vivía con nosotros un capellán”, relata.
El régimen de visitas era estricto. Una vez cada quince días. Y no más de 45 minutos. Esa era la ventana que tenían los niños con el mundo exterior. Pero era una luz reparadora. Alfonso Otero no olvida el bocadillo de tortilla que le solía llevar su madre en aquellos treinta minutos de plata. Tampoco la cara con que lo miraban los huérfanos cuando mordía aquel trozo de pan entregado con todo el amor de una madre. La primera vez que volvió a ver a su familia junta fue el día de su primera comunión. Saca un sobre con un cuadernillo de fotocopias y nos enseña la fotografía que conserva como oro en paño.
Diego Coleto recorrió un periplo similar al de su amigo Alfonso. Ingresó también en la casa cuna de la calle Torrijos. Tenía apenas 18 meses. Su madre era soltera con dos hijos y no tenía medios materiales para mantenerlos. “La posguerra fue peor que la guerra”, sostiene al otro lado del teléfono. “Era una época de mucho atraso en España y había hambre y miseria”.
De la casa cuna apenas conserva una nebulosa en la memoria. Con seis años hizo la primera comunión y después fue trasladado a la Merced. “Había mucha gente. No solo niños, sino personas mayores. Todos allí apelotonados”. Tampoco tiene buen recuerdo de los jóvenes vigilantes. “Eran de diente perro. Gente resabiada y malos como la madre que los parió”, protesta sin contemplaciones.
Coleto tuvo suerte. Tenía buena voz y entró en el coro de la Catedral. Ese pequeño privilegio le permitió desayunar con el capellán casi a diario después de cantar en el templo principal de la ciudad. “Tenía otro estatus”, reconoce. Entró en la Merced en 1960. La mayoría de los niños eran huérfanos o de familias desestructuradas. “La sensación que tenía era de miedo y respeto. Había muchos problemas de convivencia y la mayoría quería irse de allí. Muchos se escapaban, pese a que el muro era de dos metros y medio”. Apenas salían a la calle. Muy de vez en cuando al cine o a los jardines de Colón.
Soy lo que soy gracias a lo que sufrí y también a lo que viví
El hospicio estaba dividido en dos mitades incomunicadas. Las niñas desarrollaban su vida en un ala del edificio. No había ningún vínculo físico entre ellos. Ni en el aula, ni en el patio, ni, por supuesto, en los dormitorios. El pudor y el pecado, que dominaban todos los rincones de la vida de entonces, no permitían semejante atrevimiento.
Los niños disponían de dos grandes comedores. Los mayores se sentaban en mesas de cuatro, mientras que los pequeños almorzaban en tableros de mármol alargados con banquetas de madera. En Nochebuena o fiestas señaladas, les caía algún plato de garbanzos y mantecados de postre. “Pringada la justa”, precisa Alfonso Otero con afilada ironía. El día del capellán también había menú especial. Eran los años de la leche americana en polvo.
Además de las aulas convencionales, el hospicio contaba con talleres para formar a los chicos. Los que tenían peor nota iban a la zapatería, la sastrería o la barbería. Y los mejores estudiantes acababan en la imprenta provincial para curtirse como encuadernadores. Alfonso Otero recaló en la imprenta. No era un alumno brillante pero tenía una discapacidad por poliomielitis, que le impedía estar de pie mucho tiempo. En la imprenta logró ahorrar 7.000 pesetas. Y cuando salió del hospicio se las entregó íntegras a su madre. Con ella vivió en su casa del Sector Sur hasta que a los 20 años conoció a la que hoy es su mujer y madre de sus cuatro hijos. También había sido interna de la Merced.
Diego Coleto abandonó el hospicio con 18 años. Y a esa edad ya tenía independencia económica. Trabajó como aprendiz en la imprenta y en 1971 firmó un contrato estable, que ya le permitió salir adelante. “Tuvimos que madurar por encima de nuestra edad. Eran años muy difíciles y teníamos más rosarios que comida”, desliza con acidez. “No tuve un padre ni una madre, pero sí un gran profesor que me enseñó todo y me acogió con cariño. ”Soy lo que soy gracias a lo que sufrí y también a lo que viví“, concluye.
Fueron años turbios. Duros como el granito. Que marcaron, para bien y para mal, a aquel ejército de niños y niñas vulnerables azotados por el hambre y el desafecto como hojas en medio de un vendaval. A muchos les une todavía aquella experiencia irrepetible. Como a Alfonso Otero y otro medio centenar de compañeros del hospicio, quienes cada último viernes de noviembre desde hace dos décadas se reúnen religiosamente para celebrar que siguen vivos.
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