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OPINIÓN | La suerte de vivir en Córdoba

Vista aérea de la ciudad de Córdoba | TONI BLANCO

Redacción Cordópolis

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Por Antonio López Serrano

Sonaba el despertador en la mañana del decimotercer día de confinamiento y abría los ojos tras un ligero pero reparador sueño. Una vez más, los dulces brazos de Morfeo me devolvían a la triste realidad y, desgraciadamente, adquiría conciencia paulatina de que ésta no había cambiado ni un ápice. Como en el día de la marmota, los muros de mi domicilio limitaban nuevamente mi insípida vida, la cual, como en las jornadas precedentes, estaba levemente aderezada con ciertas dosis de teletrabajo y formación.

Con disciplina espartana y un café en mano, me resignaba a retomar el pulso cotidiano cuando una imagen arrojada por el habitual programa de noticias matutinas me perforó el alma. En ella, aparecían niños y niñas de corta edad de diversas latitudes iberoamericanas, quienes tras el brote del COVID-19 en sus respectivos países y las consecuentes medidas de reclusión adoptadas por sus gobiernos para evitar la propagación, eran obligados a desempeñar trabajos propios de las personas adultas con los que conseguir ingresos con los que sustentar sus familias, ya que éstas últimas han de cumplir con las restricciones de movilidad impuestas. Así pues, ante la inexistencia de medidas sanitarias y sociales, y bajo el pretexto de que el contagio de una persona menor es menos probable que el de sus mayores, estas inocentes criaturas deambulaban por las calles buscando, nunca mejor dicho, poder ganarse el pan y la sal.

Aun me estaba recuperando del impacto generado con la noticia cuando el teléfono móvil vibró para dar entrada a la llamada de un compañero de trabajo con quien, tras ponernos al día de diversos asuntos laborales pendientes, compartí mi reciente sentimiento. Aunque estoy convencido de que el comentario de mi amigo perseguía una intención notablemente distinta, no obstante, ahondó más en mi pesadumbre, pues en su respuesta me advirtió que la situación en Norteamérica sería igualmente caótica, pues él había vivido en una ciudad del Estado de Pensilvania durante un par de años y sabía que el acceso de gran parte de la población estadounidense a una atención sanitaria de relativa calidad constituía un derecho que no estaría a su alcance.

La asimilación de ambas realidades, además de cierto desazón por la trágica coyuntura mundial que atravesamos, sirvió para que me percatara de la suerte que tenía por vivir en un país como España y, dentro del mismo, en Córdoba. Más allá de la opinión que tengamos sobre la gestión de esta crisis por nuestros gobernantes, y a pesar de la cierta y flagrante escasez de medios humanos y materiales de nuestro sistema sanitario, hube de concluir que, en estos oscuros momentos, era una persona afortunada, pues vivía en un país donde la sanidad, aun con ciertos déficits que bien son merecedores de un ulterior debate, es pública y universal. Además, por si esto fuera poco, residía en un ciudad cuya infraestructura hospitalaria supone un referente, no sólo en mi Comunidad, sino en todo el país, y en la que trabajaban reconocidos profesionales que, lejos de amedrentarse por la situación, han dado un paso al frente para hacer frente esta pandemia a pesar de las carencias con las que operan.

Por todo ello, en la mañana de mi decimotercer día de confinamiento, me autorreconforté pensando que he sido un privilegiado por nacer en esta parte del mundo y, más concretamente, en esta ciudad. Si entre todos, a pesar de nuestras diferencias, hemos sido capaces de construir y mantener este sistema, no tuve, ni ahora albergo duda alguna, de que, de la misma manera, lograremos sortear esta dura prueba y, entre otras muchas cosas que aún tenemos pendientes, mejoraremos los fundamentos, valores y medios de nuestra sociedad. Toda crisis comporta un arduo reto pero, al mismo tiempo, brinda una ocasión para detectar limitaciones, aprender de errores y corregir defectos. Así pues, cuando cunda el desánimo, me he impuesto la obligación de recordarme que, a pesar de todo, y a diferencia de los niños de Sudamérica y gran parte de la población norteamericana, el destino me ofrece una nueva oportunidad gracias a que he tenido la fortuna de vivir a orillas del Guadalquivir.

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