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Y si no lo entiendes, me la pela

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José Carlos León

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Mi mujer es profesora y da clase en los cuatro cursos de la ESO, adolescentes entre 12 y 16 años en plena etapa de cambios y transformaciones físicas y mentales, de explosiones hormonales, aulas en las que se mezclan rebeldes, pasotas, empollones, despistados, aplicados, sumisos y contestatarios. Ella es docente vocacional, apasionada con su trabajo, y raro es el día que no me cuenta alguna anécdota en el día a día de un colegio que no deja de ser una metáfora a pequeña escala de lo que hay ahí fuera y, por la edad de sus protagonistas, de lo que habrá dentro de unos años. Hace unos días me contó el pollo que le montó una chica porque un compañero sacó un 4.8 en un examen y no había llegado al aprobado. La alumna protestó por la nota (y eso que no era suya) y terminó diciendo que “no entiendo por qué con un 4.8 no le pones 5. Es que no lo comprendo”.

“No lo entiendo”, “no lo sé” y “no es justo” son algunas fórmulas con las que a menudo queremos zanjar una cuestión, echar el cierre a una conversación en la que no está pasando lo que queremos, como le pasaba a la chica. Es un mecanismo de autodefensa, una respuesta mediante la que expresamos que si algo no entra en nuestras entendederas, nuestro más o menos limitado conocimiento o en nuestro código moral y de justicia es que simplemente no puede ocurrir. Pues deja que te diga algo. Que no entiendas, no sepas o no concibas algo es absolutamente intrascendente. Porque las cosas van a seguir pasando las comprendas o no, las conozcas o no o por muy injustas que las veas. Bienvenido al mundo real, a ese que pasa mucho más allá de los estrechos o amplios márgenes de tu conocimiento, un mundo al que sencillamente se la pela que sepas cómo funciona.

“Prohibido entrar con zapatillas”, ponía en la puerta de las discotecas en la década de los 90, antes de que las sneakers fueran consideradas cool y trendy. Allí estaba el segurata, que dejaba pasar a las niñas monas pero a ti y a mí nos dejaba en la puerta o trataba de apartarnos para que no molestáramos en la fila. “No lo entiendo, tío”, se nos ocurrió decir alguna vez como si el hecho de que lo comprendiéramos o no fuera a afectar a la conciencia del portero, al que literalmente se la sudaba nuestra opinión, porque sencillamente, había una regla a la que le importaba un huevo si la entendíamos. “Pues no es justo”, alcanzamos a protestar mientras asumíamos que no entraríamos en Zahira o en Plató con nuestras zapatillas y que nos quedaríamos en la puta calle. Ahí descubrimos que la vida no es justa y que había cosas que iban a pasar sí o sí independientemente de que las entendiéramos o no. Es la intrascendencia de lo incomprensible.

Hace unos meses hablamos de los sesgos cognitivos, los tramposos atajos que toma nuestra mente para dar respuesta a todo lo que nos rodea. Quizás el más extendido sea el de Dunning-Krugger, que básicamente limita el mundo a aquello que conocemos y que convierte al ignorante en un sabio, ya que su minúscula existencia se circunscribe a lo poco que conoce del mundo en que vive. El resto, sencillamente, no existe, porque o no lo entiende, no lo sabe o no le parece justo. Es un absurdo ejercicio de autoengaño, la construcción de una zona de confort que ejerce de fortaleza para otear el mundo desde una atalaya de conocimiento mínimo. Desde esa torre de ignorancia, todo lo que venga de fuera se percibe como algo extraño y peligroso, porque es incomprensible, desconocido o injusto. El problema es que aunque el avestruz meta la cabeza en un agujero o tratemos de tapar el sol con un dedo poniendo puertas al campo, las cosas van a seguir pasando y, lo que es peor, afectándonos directamente.

El coach argentino Guillermo Echevarria dice que el mundo se divide entre las personas que no saben que las cosas pasan (los benditos ignorantes, los de “ni lo sé, ni me importa ni falta que me hace”); aquéllas a las que les pasan cosas (meros sujetos pacientes de la realidad); y las que hacen que las cosas pasen de una forma proactiva y protagonista. Sin duda, el más amplio es el primer grupo, y quizás ahora te has dado cuenta que el mundo está lleno de ellos.

Porque aunque la chica no lo entienda, un 4.8 no es un 5, y más vale que lo entienda ahora, porque dentro de unos años tendrá que hacer la Selectividad, y entonces comprenderá que tres décimas es un mundo, que una centésima puede hacerle estudiar la carrera que ha deseado toda su vida… o no. Quizás un día se presente a una oposición, y verá que tres décimas es la diferencia entre una vida asegurada o seguir pegando tumbos. O puede que algún día, en un puesto de trabajo, unas décimas en la productividad marquen la diferencia entre mantener el empleo o irse al paro, entre promocionar o seguir igual, entre el éxito y el fracaso. Quizás hoy no lo entienda, en plena etapa del buenrollismo social, de la tendencia a igualar por lo bajo y de la defenestración de la cultura del esfuerzo.

Quizás espera que alguien venga a subvencionarla con esas dos décimas que faltan para el aprobado, porque total, es lo que está acostumbrada a ver e incluso pensará que se las merece, sin más. Y es probable que haya un padre petardo (o madre) dispuesto a ir al colegio y montar el pollo reclamando esas dos míseras décimas hasta que algún profesor, cansado de predicar en el desierto y de aguantar broncas y faltas de respeto, prefiera subir al puto 5 antes de seguir explicando lo que para muchos es, sencillamente, incomprensible.

Las cosas seguirán pasando, las entiendas o no. No tengo ni idea de cómo funciona un microondas, pero me caliento el café todas las mañanas y me quedo tan tranquilo. No hace falta saber de todo, y puede incluso que el conocimiento esté muy sobrevalorado, porque más que saber cosas hay que saber qué hacer con lo que sabemos o, en su defecto, nadar y guardar la ropa en el desconocimiento. Es otra muestra más de que a la vida se la pela que la comprendamos o nos parezca justa. Eso es, sencillamente, intrascendente.

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