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Ojo, llega la tristeza

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José Carlos León

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Primero fueron los vaticinios, el poder de los agoreros, el temor a algo cuando aún no ha sucedido. Luego llegó el shock ante el enemigo, el miedo ante lo desconocido, al que le siguió la sensación de enfado ante una situación que rompe nuestras más básicas reglas sociales. El proceso de duelo que de forma individual y colectiva estamos viviendo en estas semanas de sufrimiento y lucha ante el coronavirus sigue su curso, y puedo que nos estemos acercando a uno de los momentos culminantes: la tristeza.

Esto no es un proceso matemático, porque no todo el mundo vive el duelo de la misma manera, ni en los mismos tiempos ni respetando todas sus fases y plazos. Incluso puede darse el caso de que individuos o sociedades concretas se salten pasos o se muevan entre ellos sin un orden establecido. Eso puede explicar lo que está pasando ahora en Italia, donde pese a llevarnos dos semanas de adelanto han retrocedido en el proceso hasta reinstalarse en la ira colectiva que se está viviendo en algunas ciudades del sur, con el pillaje y la revuelta social como respuesta ante la inacción del gobierno.

La tristeza es la emoción de la pérdida, de la ausencia o de la falta de una meta lograda. Está claro que tenemos todo el derecho a sentirnos tristes, porque hemos perdido nuestra alegría como sociedad, nuestra libertad de movimientos, nuestras relaciones e incluso nuestras ocupaciones, es decir, mucho de lo que nos define como individuos. Y eso por la parte más corta, por no hablar de la pérdida de la salud o de un ser querido.

Mientras nuestros queridos gobernantes siguen vaticinando que la llegada del pico es inminente, España sigue sumido en un estado de derrota, de decaimiento general alimentado por las durísimas cifras que van goteando día a día, escondiendo tras los fríos números miles de dramas personales y una catástrofe a nivel social. Todos dicen que esta guerra acabaremos ganándola, pero ahora mismo la estamos perdiendo y eso hace que estemos tristes, con toda la razón. Se nos están acabando las fuerzas hasta para cabrearnos, mientras Simón y su voz aflautada cantan todos los días unos macabros datos que harán que esta semana lleguemos a la inaceptable e indigna cifra de 10.000 muertos. La semana pasada tuvimos hasta un cruel brote verde, un día en que descendió el número de fallecidos para luego repuntar hasta las cifras terribles de lo que Sánchez anunció como “los días más duros”. Eso duele.

Y ahora, las dos semanas más duras del confinamiento, las de la parálisis total del país, de la ciudad, de nuestra vida más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. Al asomarnos al balcón, la vida parecerá aún más parada, más vacía, más muerta que antes, más solitaria. Ahí fuera, la nada. Como para no estar triste.

Quizás la tristeza no es una emoción agradable, pero como el miedo, es necesaria según los momentos, porque si no fuera así no tendría sentido que la experimentáramos. Nuestro cerebro no es idiota, y si la pasamos es por algo. Es la emoción justa que necesitamos para pasar este trance, para superar la pérdida de algo que es muy significativo para todos nosotros, y además necesitamos darle coherencia. Sencillamente, nos toca estar tristes, y tenemos todo el derecho del mundo a estarlo. Es como ese amigo al que deja la novia y en ese primer y durísimo fin de semana decide recluirse en casa para pasar el trago. Llamarlo para sacarlo de copas es inútil y, además, completamente falto de empatía, porque lo que quiere e incluso lo que necesita es estar triste y pasar el trance hasta que lo supere. Sólo entonces, cuando sienta que ha aceptado la pérdida y entienda que ese estado emocional ha cumplido su papel pero ya no es operativo, sólo entonces, será el momento de retomar su vida y buscar otros estímulos. Mientras tanto, los demás lo único (y lo mejor) que podemos hacer es hacerle saber que estamos a su lado y que cuando quiera llamarnos, allí estaremos. Eso es ser empático y eso es lo que todos necesitamos ahora mismo, saber que estamos ahí.

Porque insisto, la tristeza es la emoción de la pérdida, y sigue las mismas pautas independientemente de lo que hayamos perdido. Un ser querido, la salud, la libertad, el amor, el trabajo… Siempre que perdemos a alguien o algo a lo que nos sentíamos estrechamente unidos experimentamos la tristeza y el proceso de duelo, y a mayor apego a la persona o la cosa perdida, mayor sensación de tristeza. Quizás estas semanas y esta experiencia que marcará nuestras vidas para siempre nos estén enseñando a no apegarnos tanto a las cosas, a saber realmente qué es importante y qué no, a darnos cuenta de que hay muchas cosas de las que podemos prescindir y de que hay otras a las que no les dábamos tanto valor pero que merecen realmente la pena.

Como cualquier emoción, la tristeza no deja de ser un cúmulo de reacciones bioquímicas y psicosomáticas que experimenta nuestro cuerpo, un desorden químico y de nuestros neurotransmisores, en este caso particular, un brusco descenso en los niveles de serotonina que provoca que estemos irritables, pesimistas, preocupados, apáticos... Por todo estamos tristes, y ojo porque el último estadio de un cerebro bajo de serotonina es la depresión, y ahí sí estamos hablando de algo serio.

El confinamiento es además un excelente caldo de cultivo para el descenso de la serotonina, algo para lo que ayuda la falta de sueño, una mala alimentación, el mal humor, la falta de ejercicio, de luz solar e incluso la ausencia de sexo debido al descenso de la libido. La risa, los orgasmos y el ejercicio físico con los mayores productores naturales de serotonina, pero no corren los mejores tiempos para ninguna de las tres. Y así estamos como estamos…

Quizás no nos gusta, pero necesitamos la tristeza para ganar esta batalla. A eso se refería Churchill cuando sólo pudo prometer sangre, sudor y lágrimas, porque nadie dijo que iba a ser sencillo. Tenemos que llorar y expresar nuestra pena, exteriorizar nuestras emociones. No es ni bueno ni malo; es humano. Quizás por eso me llama la atención que en esta sociedad buenista y flower power en la que nos quieren alienar, los medios no muestren escenas de llanto, de duelo por los muertos, de familias rotas, de féretros y vidas truncadas. Como si en la crisis estuviésemos copiando todos los parámetros de China (esa sociedad en la que está mal visto exteriorizar emociones) en esta catástrofe light no hay víctimas, sólo datos. Los sentimientos y las emociones parecen vetados, cuando tienen que ayudarnos a salir de esta.

Recuperen el muy acertado análisis que dejó por aquí Miguel Ángel Luque hace unos días. Primero fue mi maestro y para siempre mi amigo, así que no soy objetivo. Sólo le pido que escriba más y que arroje un foco de inteligencia frente a la nebulosa de la infoxicación, porque eso en estos tiempos sí es de primera necesidad. Y si aun así te sientes triste, permítetelo por un momento, por unos días, por el tiempo que te haga falta. Es lo que necesitas ahora mismo. Ya pasará, y sólo entonces sabrás cuándo habrá llegado el momento. Mientras tanto, resiste, porque juntos ganaremos. Quédate en casa. Un abrazo.

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