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Verdad de la güena

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José Carlos León

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Winston Smith, el protagonista de 1984, trabaja en el Ministerio de la Verdad, llamado Miniver en la neolengua, esa perversión del lenguaje que en la obra de Orwell ha desarrollado el partido único para disfrazar la realidad y ponerle palabras a su desquiciante deriva autoritaria. Donde nada es lo que parece, todo se basa en disfrazar la realidad con un nombre progre y buenista que confunda a la masa adormilada y manipular los hechos mediante el uso de un idioma sesgado. En esa monumental obra que quedó para siempre como una condena de los regímenes autoritarios y distópicos, el Ministerio de la Verdad se ocupa de las mentidas, como el de la Paz lo hace de la guerra, el del Amor con la tortura y el de la Abundancia con la inanición.

La información y el lenguaje siempre han sido caramelos muy golosos para todos los gobiernos, y mientras más tufillo totalitario y controlador tengan, más aún. Por eso sólo era cuestión de tiempo que la factoría de ficción de Pedro Sánchez (y más aún ahora, si puede servir como cortina de humo mientras acumulamos muertos en la segunda ola) se sacara de la manga su particular Ministerio de la Verdad, el ente público que se va a encargar de decir lo que es cierto y lo que no. Todo con el maquiavélico Iván Redondo a los mandos y Miguel Ángel Oliver en la trastienda, ese chico que pasó de contarnos noticias en los informativos de Telecinco a ocultárnoslas como Secretario de Estado de Comunicación.

En 1984, el Miniver tiene como principal función la reescritura de la historia y su falseamiento en base a las necesidades del partido, inmiscuyéndose en los medios de comunicación, el entretenimiento, las bellas artes y los libros educativos. El contenido es más propaganda que las noticias reales. Para ello, y si es necesario, tiene la potestad de falsificar cualquier acontecimiento histórico o actual, fabricando la nueva verdad y utilizando la neolengua para construir nuevos términos ajustados a la realidad oficial del Estado. “Nueva Normalidad”, “desescalada” o “restricción de movilidad nocturna” pueden ser algunos buenos ejemplos. Su propósito es volver a escribir la historia para cambiar los hechos, y así adaptarse a la doctrina del Partido, porque como señaló Orwell, “la razón más profunda de su existencia, el por qué, es la de mantener la ilusión de que la razón del Partido es absoluta”.

Como brazo ejecutor, el Ministerio de la Verdad tiene a la Policía del Pensamiento, la Thinkpol, encargada de velar por las consignas del partido y buscar y castigar al disidente. Para ello, como en la Stasi de la RDA, cada ciudadano es un agente, un chivato al servicio del Estado que te puede estar espiando al otro lado de la mirilla porque, sencillamente, todo el mundo en sospechoso.

No hay nada más peligroso que un Estado que quiera apoderarse de la verdad, porque sencillamente tenderá a adueñarse de ella y a construir la verdad oficial, la única válida y creíble, construida a su antojo, a su imagen y semejanza. Todo lo que quede fuera de la verdad será peligroso, disidente, ofensivo y, por tanto, susceptible de ser eliminado de una sociedad perfecta en la que el Estado nos dice lo que pensar, opinar, leer, escuchar y, en última instancia, votar.

He sido periodista durante 15 años, y lo primero que aprendí es que hay que cuestionar la versión oficial, desconfiar de ella y contrastarla con datos y fuentes. Eso era antes de que los gabinetes de prensa marcaran la agenda y los medios se llenaran de artículos de copia y pega, aunque siempre existieron los estómagos agradecidos, los flojos y los mamporreros, los que se limitaban a propagar el mensaje oficial sin cuestionarlo ya fuera por pereza o por interés.

Antes, durante la carrera, aprendí a apegarme al método científico, el que exigía la suposición y la duda como elementos necesarios en la búsqueda de la verdad. El descreimiento era el único camino hacia la certeza, y esta era el único fin de la ciencia.

Posteriormente, como coach, aprendí el uso del lenguaje y de la palabra como desatascador de la verdad interior, del talento personal de cada individuo y de sus propias soluciones para afrontar los problemas del día a día. En búsqueda del potencial interno, las preguntas siempre están por encima de los enunciados y las consignas. Esa es la esencia del método socrático, de la mayéutica, del deseo por aportar la luz de la verdad en la penumbra de la ignorancia. Pero esa verdad nunca debe ser impuesta desde fuera, sino construida desde el interior individual de cada persona, de su libertad de pensamiento y su propio discernimiento. “La Verdad os hará libres”, dice el Evangelio de Juan, y quizás ese deba ser el objetivo final de toda sociedad. Así se crean ciudadanos libres, pensadores críticos y exigentes, aunque las más cobardes los vean como elementos peligrosos, disidentes y señalables.

Es triste que un Estado quiera apoderarse de la verdad, eso que en la antigua Grecia se entendía por aleteia, “aquello que no está oculto y es evidente”. Para Sócrates la verdad era “la búsqueda de lo inmutable, de lo eterno”, mientras que Aristóteles la basaba “en el conocimiento y el alma”. Quizás Platón es el que mejor lo explicó, cuando definió la verdad como “un ideal a alcanzar junto a la belleza y el bien”.

Con todo ese contexto, con siglos de pensamiento buscando la verdad y su vinculación con la felicidad y el crecimiento humano, es triste que a estas alturas de la película y con la que nos está cayendo haya un gobierno tan mediocre como este empeñado en reescribir la historia, el pasado y el presente, y convertirnos en marionetas de su verdad. De una verdad sesgada, manipulada y construida sobre un lenguaje que nos atonta, nos adormila y nos constriñe. Decía Rafael Echevarría que el poder del lenguaje es enorme, porque “podemos reducir nuestro mundo a palabras o construir con palabras el mundo que queremos”. Todo es cuestión de quién lo utiliza, cómo y para qué. Por eso yo quiero ser dueño de mi verdad, buscarla, cuestionarla, equivocarme incluso, pero ser el amo de mi destino, el capitán de mi alma sin que nadie me dicte lo que tengo que pensar o creer. Seguiré persiguiendo la verdad, pero no la dictada, sino la güena.

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