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Como si la vida nos fuera en ello

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Antonio Agredano

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En el pasado estamos nosotros. Sentados en la cama. Escuchando música. Tenemos una vida por delante pero quién iba a sospecharlo entonces. “El primer amor no tiene arquitectura”, escribió Francisco Gálvez. Hablábamos de eso Rebeca y yo, de los chicos y chicas que nos gustaban en el instituto. Rebeca es mi prima, pero nos criamos juntos y nos llamamos hermanos. Quito el plástico que envuelve el CD. Dos mil pesetas en el Simago de Jesús María. Suena Ode to my family, suenan Cranberries.

Habíamos llegado a ellos por Zombie. Como casi todos. Zombie fue la primera canción que aprendí a tocar con la guitarra. Mi menor, do, sol y re en un bucle de cuatro minutos y pico. Yo tocaba y Rebeca cantaba. Era el verano de 1995. El verano de Miko. El verano de BUP. Acababa de dejar el Conservatorio porque me aburría. Un par de meses antes había conseguido fotocopiadas las tablaturas del No need to argue y del Unplugged in New York. Pasaba las tardes en la habitación, arañando canciones a la vieja guitarra clásica de mi madre. Quince años. Miralbaida. Un calor soportable. Una pandilla improvisada. Miriam, Pablo, no me acuerdo de los demás. En el portal del Agu decidimos montar un grupo. No teníamos canciones, pero sí un nombre horrible: The Cauliflowers.

Un par de años más tarde, la directora del López Neyra, Julia, nos dejó tocar con el grupo en una fiesta del centro. Ya estaba Javi a la batería, Prieto al bajo y Sierra con la otra guitarra. Ensayábamos los viernes en el Salón de Actos del instituto. Amplificadores minúsculos, platos y parches rajados. Aquella mañana tocamos cuatro canciones. Dos canciones propias, que prefiero no hacer el esfuerzo de recordar, y dos versiones: Brazen, de Skunk Anansie, y Everything I Said, de The Cranberries.

Escribo estas palabras mientras Dolores O´Riordan canta “'Cos if I died tonight Would you hold my hand?”. Estoy en mi casa de Sevilla y ella ha muerto a los 46 años. La vida gira como una atracción de feria y a veces, entre chirridos, se para. La nostalgia me susurra cosas sucias al oido. Sobre la pérdida. Sobre cómo vivir es frenarse poco a poco. Sentir menos, o sentir distinto. Ya no existe esa emoción cuando el aparato engulle el CD y arranca como un suspiro la primera nota. A la nostalgia prefiero no escucharla. Siempre hace trampas, juega, como no puede ser de otra forma, con las cartas marcadas. La nostalgia tiene un google maps de mis entrañas. No somos los mismos pero sigue habitando en nosotros el adolescente que fuimos. Como un turista. Mi cuerpo es el Airbnb de mis temores añejos, de mis expectativas quebradas. No quiero perderme. Hago pie en lo que fui.

En 1999, Rebeca, Mari Ángeles y yo nos fuimos a Madrid en un autobús de Socibus para ver a Cranberries en el Palacio de Deportes. Habíamos comprado las entradas en Fuentes Guerra. Mueren nuestros cantantes preferidos, cierran las tiendas que nos educaron el corazón. Era diciembre y hacía frío. Nos fuimos pronto para coger sitio en primera fila. Empezaron con Promises y acabaron con Dreams. Llamé la atención de Noel Hogan alzando mucho los brazos y gritando como un fan de manual y me devolvió el saludo desde el escenario sin apenas despegar la mano de la guitarra. Rebeca me miró con los ojos enormes. “¿Te ha saludado a ti?”, me dijo. “Creo que sí”. Me temblaba la voz.

Siguieron sacando discos, pero yo ya estaba a otras cosas. En el móvil llevo siempre cargado su primer disco. Put me down me sigue dando un pinchazo en el pecho. “Se ha muerto Dolores O´Riordan”, me ha escrito María por whatsapp. Se lo he reenviado a Rebeca, que aún no ha leído el mensaje. Estoy esperando que me diga algo mientras el vinilo sigue sonando en mi salón. De canciones y plástico hemos vestido nuestra vida. Una Gibson roja. El piano que tanto nos dolió en Dying in the sun. Pinchar en Underground el  Forever Yellow Skiels. Dormir a Fidel cantándole Dreaming my Dreams.

No es Dolores ni es ningún otro que se haya ido dejándonos huérfanos y a solas con sus canciones. Somos nosotros en la vida que dejamos atrás. Las canciones que compartimos. Los momentos que son únicos. En todas las anécdotas que ya nadie contará. En el albergue de Madrid, en los besos primeros, en los nervios antes de nuestro primer concierto. En intentar una y otra vez el arpegio de Empty. Esperar delante de la tele para grabar sus vídeos en VHS. Verlos hasta estropear la cinta. No son los Cranberries. Es lo que fuimos. Lo que dimos. Escuchando un nuevo CD en la minicadena. Sentados sobre la cama. Con un nudo transparente en la garganta. Con la mirada fiera. Parando el tiempo. Cantando unas letras que hablaban de amores que también eran los nuestros. Cantando sobre la cama de mi habitación, en casa de papá y mamá, como si la vida nos fuera en ello.

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