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Una pregunta

Aficionados en el Córdoba-Rayo Vallecano | TONI BLANCO

Antonio Agredano

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“Sabemos lo que somos; pero no lo que podemos ser”, escribía Shakespeare en Hamlet. El Córdoba también es una tragedia, una lima que no se agarra al barro. El mayor drama no son las derrotas, ni las largas noches a la intemperie de la Segunda B, ni los futbolistas acodados en la barra de un bar, ni un estadio destartalado y a medio construir. Lo peor de este club es no tener itinerario, como el poeta que hace camino al andar. Siempre impredecible y despistado. Irreconocible en su enérgico camino. Desfondado o perdido. Mi Córdoba procesiona al tuntún y detrás, sin rumbo fijo, nosotros, los penitentes de túnica blanca y capirote verde. Entregados pero confusos. Fieles pero agotados.

Que el Córdoba no premie al abonado con un partido de Copa en octavos, frente a un equipo de la misma categoría, con la vuelta abierta por el resultado de la ida, es incomprensible, egoísta y torpe. Que los abonados, por cinco euros y la incomodidad de unas taquillas lejanas, den la espalda al equipo, aún siendo más consecuencia que causa, tampoco es entendible. No se trata de repartir carnets, pero desde luego, la única forma de plantar cara a un consejo insensible es hacerse notar en la grada. Y no digo golpear el bombo, que también, sino demostrarse activos, desafiantes y exigentes. La historia de siempre. Al equipo hay que llevarlo en brazos porque de ellos depende, desgraciadamente, nuestra felicidad.

Las aficiones son entes complejos, dispersos e intermitentes. Aquí y en Mallorca. Aquí y en Alcorcón. Aquí y en Vallecas. No hay nada más cateto, dócil y entregado que alabar a la afición rival. Si los del Rayo sacan una pancarta que nos llega, habría que pensar por qué no la hemos sacado nosotros antes, si es que la sentimos igual. Quizá ellos tengan un rumbo y nosotros sólo andamos, con la misma inercia que los directivos que nos guían de forma caótica e irresponsable. El abandono es contagioso. No es pereza, es algo más profundo, la pegajosa sensación de no poder hacer nada. Una depresión terrible que va de fondo a fondo y asola preferencia y luego tribuna, gris de ceniza sobre los rostros. Como la noche del pasado sábado en la que un punto trabajado y lastimoso nos pareció un premio enorme en un partido oscurísimo. Ese cansancio de vomitorio y llano de tierra. Ese “bueno va”, que decía mi abuelo cuando ya todo daba igual. El cincuentapuntismo y todas esas milongas adocenadas. Intentar prever el fracaso está en las antípodas de la pasión. Aquí no hago prisioneros.

El Córdoba, como entidad privada, sólo ha demostrado un interés en los últimos años: el dinero. Un tesoro en los despachos y la pobreza más absoluta sobre el césped. Odio a todos los equipos que no son el mío. Hago el repaso de Segunda y contra todos tengo algo. La grandeza de uno solo pasa por la pequeñez de los demás. Esto es fútbol y en el fútbol los odios son tan importantes como los amores. Y odiar no es violento, es terapéutico. Odio a los demás porque quieren quitarme lo mío. Así de sencillo. Y está bien ponerlo en negro sobre blanco, que al final pasa lo que pasa, que se mezclan los dos sentimientos y terminamos aplaudiendo a los de fuera y pitando a los de dentro. Ha pasado en El Arcángel y es síntoma de desnorte y extravío. Con la misma exigencia, miro al palco. Me va la vida en ello.

Que cada socio del Córdoba haga lo que quiera mañana, faltaría más. Pero estaría bien no olvidar el centro de todas las polémicas. El club vive a espaldas de los aficionados. En su gestión hay sombra, despidos inexplicables, decisiones caprichosas, un punto de chulería y desamparo. Afición y consejo hablan en idiomas diferentes. Es tierno y desolador esperar unos fichajes que no llegan, beneficios que no llegan y mejoras que ni asoman en el horizonte. Qué club queremos. Sería una buena pregunta para los aficionados y, sobre todo, para quienes desde sus suntuosos despachos se niegan a respondernos. Porque mientras ellos callan, los demás nos deshacemos. Porque la semilla de sus decisiones germina en nosotros. Porque la única consecuencia de no tener un destino fijo es que cada uno estamos haciendo el camino por nuestro lado.

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