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Incertidumbre

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Antonio Agredano

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La incertidumbre recorre el cielo como una negrísima nube. Sepulta la luz a esponjosos palazos. Nos devuelve a la tierra. Al asfalto. A lo que somos. Sin la ventana abierta del cielo, esperanzadora y azul. En la incertidumbre se recuesta cómodamente el miedo. Ante el futuro, nublado y opaco, temblamos. Ni los libros de autoayuda, ni los gurús vestidos de blanco, ni la terca cantinela de los que presumen de haberse hecho a sí mismos, ni la experiencia siempre relatada, ni los sesudos conocimientos tras años de hincar los codos, pueden espantar la niebla. Mirando a Fidel dormido en su primera noche de vida, pensé en que ya todo era futuro. Que el pasado se había desvanecido detrás de mí y que el presente era tan liviano, tan etéreo, que casi ni existía. Me catapulté a los tiempos que vendrían. A las inseguridades, al crecimiento salvaje de la vida. A los años llovidos de improviso sobre mi espalda. Él dormía y yo me encogía por el cansancio y una responsabilidad que caía como plomo. “Esto era la vida”, pensé. Cerré los párpados y sentí un infantil y titubeante alivio.

Me encontré a Luis Carrión en la puerta de Los Berengueles. “¿Cómo estás?”, le pregunté. No recuerdo con exactitud lo qué me contestó, pero sí se me quedó clavado el silencio enorme que antecedió a sus palabras. En ese silencio estaba dicho todo. Unos días después el Nástic nos goleaba y él dejaba de ser entrenador del Córdoba. Un club que dejó que todo el peso reposara en sus hombros. Carrión dio la cara por todos. Por los futbolistas, por los jardineros y por el presidente. Un presidente que, parapetado entre los muros de su despacho, sobrevive a su gestión chapucera. Con la grada hecha añicos, con el equipo en descenso, con el club justo donde deseaba tenerlo: en la más absoluta intrascendencia. Un Córdoba desbravado, cómodo, como un peluchito que uno apoya con desgana sobre la cama recién hecha. Carrión se irá, pero el problema se sigue ajustando la corbata en el palco.

Fidel dormía y en su sueño inexplicable, en sus pesadillas líquidas y primeras, ya estaba la idea de futuro. De vida. La enfermera nos dejó allí con una sonrisa. María se recuperaba del parto, como una gigante que poco a poco va recuperando su exacta y humana medida. El llanto de un niño en la madrugada es como un balón al larguero en el último minuto de partido. Tan inesperado y enmudecedor. El miedo se fue diluyendo. Y la incertidumbre se agrietó, de repente, filtrando luz como una lluvia de flechas sobre la tierra.

Me escribió Guillermo Arriaga para ver cómo andaba Fidel. “Deja el miedo a un lado. Él te espera fuerte, tú eres su roca”, me dijo tras confesarle mis iniciales balbuceos como padre. Mi inseguridad, mis temores. Nunca me gustaron los padres que se esconden detrás de sus hijos. De nuevo pensé en el Córdoba, en ese linaje siniestro que nos gestiona. Nunca el blanco estuvo tan sucio, nunca el verde estuvo tan vacío de esperanza. Cuando Fidel nació, cuando ya todo estuvo sereno en el paritorio, cuando ya María compartía su calor con el pequeño, salí al pasillo llorando para abrazar a mi padre. Como si en un fogonazo lo hubiera entendido todo.

No me da miedo la Segunda B. No me dan miedo los rivales, ni los goles en contra. Ya sólo temo perder lo que una vez tuvimos, lo que tenemos y la posibilidad de seguir teniendo. Algo. Cualquier cosa. “Una estrellita pequeñita pero firme”, que cantaba Robe Iniesta. Ha llegado Merino para reconducir la nave astillada. Para remar entre la tempestad íntima del Córdoba. Este club siempre fue su propia tormenta, náufrago de sí mismo. Una fotografía de la firma en Twitter: una camiseta colgando de una percha, una tele apagada, sillas desordenadas, un bolso abierto, la puerta entrecerrada. Todo en el Córdoba está en mudanza.

Fidel abre los ojos lentamente. Arruga la frente y se me escapa una sonrisa cansada. Sus encías desnudas, los mofletes arañados, un nariz minúscula y moteada. Lo veo así, tan ajeno al mundo, tan vulnerable, tan solo en su universo laxo, en su arquitectura invisible. Lo cojo en brazos y ya el miedo ha dejado paso a un insolente y transparente orgullo. Todo en él es mandíbula futura, mordisco al porvenir, dentelladas a la vida. El fútbol desaparece por unos instantes de mi cabeza. También la habitación. El hospital entero. Sólo estamos él y yo y el cielo. Tan azul que rebosa por el horizonte como una piscina llena de niños. En sus risas está la risa de mi pequeño. Los años llegan, a lo lejos, y los recibo así. Con él en brazos. En mitad de ninguna parte. En una vida que es luz y desconcierto.

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