Sardinas
17 de mayo de 1918. Pla se sienta a contemplar el mar en Llafranc, Gerona, junto a dos amigos del país. Abandonado a su convalecencia después de ver arar un payés, se queja de que, con la llegada del verano, hay más polvo. Aquello le desagrada. Por la noche, en una taberna, le ponen por delante para cenar una fuente enorme de sardinas – “gordas, frescas, vivas” – y, por lo que cuenta, se puso hasta las manillas. “Las sardinas me hacen chorrear los sentimientos, me debilitan la razón y pueblan mi imaginación de formas llenas de gracia”, dice. Como para no quererlo. Como para no darle la razón.
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Camba profundiza más en el tema, pocos años después, en una de sus gastrofábulas de La Casa del Lúculo. Una auténtica oda a la sardina de la que soy partidario. Afirma que se largaría con todos los fondos que le confiasen, en el caso de ser el cajero cualquiera de una sociedad cualquiera, para irse a un puerto y atracarse. Atracarse de sardinas. Además, aconseja no tomar nunca menos de una docena, preferentemente con una amiga golfa y escandalosa antes que con la virtuosa madre de nuestros hijos. Después de advertir que nunca se han de tomar con tenedor, porque incluso la plata alteraría sus esencias – “esa invención italiana, especie de mano artificial, sirve para ahorrar la natural cuando se trata de comida mediocre” –, nos regala un tutorial: “Coja usted una sardina, colóquela encima de un cachelo y siga esta regla de oro: para cada cachelo una sardina, y para cada sardina un vaso de vino”. Lo que usted diga, don Hulio.
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Nota que encuentro en el iPhone, maquillada:
Leo en el periódico que durante este mes [junio] los portugueses comprarán trece sardinas por segundo: tienen el récord mundial de ingesta de sardinas en un mes. Hay incluso un concurso de cerámica de sardinas. Este año ha ganado, obviamente, una con motivos feministas. Las sardinas son muy snobs en sus reivindicaciones.
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Aranda, Oreja y yo vivíamos juntos en Roma y nos hicimos muy amigos, así que este verano nos hemos ido a comer sardinas a Fuengirola. Nos instalamos en un chiringuito, que es poner el móvil y la cartera encima de la mesa, y le dimos al camarero una comanda muy seria. Oreja, mi gurú gastronómico, me explicó cómo comerlas bien. Un bien de verdad, profundo, ortodoxo. Todo lo bien que se puede hacer. Se coge una rebanada de pan, a modo de platillo, que será el lecho donde se posen las sardinas. Allí sueltan su jugo una tras otra, todas las que se puedan comer. Después de haber peleado con el resto de comensales hasta la última raspa, la miga absorbe todo el jugo del espeto, dejando por el camino algunos rastros de carne, escamas y sal gorda. Esto, dicho por él, toma matices pornográficos. Nosotros le hicimos caso y descubrimos que es una técnica buenísima para comerse las sardinas. Lo he invitado a la boda de mi hermana.
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Me he sentido perseguido por las sardinas este verano. Prefería escribirlo aquí antes que ir a un psicólogo, que me sacaría otros esguinces de cerebro y me mandaría a hacer deporte. Al final se han personificado y han cobrado forma humana, persiguiéndome como los poseídos autómatas de It Follows: el padre de un amigo mío resultó ser el Sardina. Nos lo confesó el otro día. Ahora le decimos el Sardinita y me lo explico todo mucho mejor: el tío es para comérselo.
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