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González no juega en el Betis

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Paco Merino

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Lo normal cuando un jugador del Córdoba encara la frontal del área y chuta, después de haber regateado a algún rival, es que la mande al Eroski o a saque de banda. La gente se lleva las manos a la cabeza e insulta, pero luego se viene arriba y anima. Mi tío Manolo describía la situación a la perfección: “Si la hubiera metido no jugaría en el Córdoba, estaría en el Betis”, mientras doblaba infinidad de veces una esquina de la revista del partido. Son esos segundos que pasan entre el insulto y el aplauso los que el espectador de El Arcángel tarda en asimilar el aforismo. A mi tío, entre la retranca y el estoicismo de campiña, esas situaciones le divertían.

El domingo, antes del gol del Mérida, González falló a portería vacía lo que supondría adelantarse en el marcador a un equipo comatoso, con la “unidad productiva”, que vayan a saber ustedes qué es eso, a subasta. La pelota le llego botando, creo, pero muy poquito, y con la portería vacía era más difícil fallarla que meterla. El escudo pesa demasiado y falló, cumplió la segunda de las posibilidades antes descrita e hizo un golpeo de interior-talón . La gente se revolvía en sus asientos y el catorse, como se le nombraba en la grada, no sabía dónde meterse. El hombre que tenía delante dijo que era como Fabián, pero en malo. Y es que si la hubiera metido jugaría en el Betis. A mí me entraron ganas de comprarme su camiseta.

Un fin de semana crecí y no volví al estadio con mi tío. Abandoné al equipo como se deja de ir a misa, en una de esas traiciones inconscientes. Empecé a ir con mis amigos cuando nos jugábamos ascensos o descensos, cantando el himno como impostores. Recuerdo salir del estadio una vez entre risas, y verlo a lo lejos saliendo a paso ligerísimo por el Arenal, entre una multitud quejumbrosa muy representativa, una España sencilla en la que creo. Musité lo que el general MacArthur en el Bataán. Volveré.

El Córdoba nos hace mejores. Me dio lo que me hubiera dado Flaubert de haberlo leído: literatura desde el aburrimiento. Es una buena manera de crecer abonar a un niño a una grada, entre pipas e irracionalidades, vinculando la actualidad a lo deportivo, poniendo la parabólica como la radio monstruosa de aquel cuento de Cheever. Escuchando a los mayores problemas lejanísimos, para volver luego, años después, a evadirse, a perder el individualismo estresante durante un par de horas.

En la cola compré la revista que hicieron los periodistas deportivos de la ciudad que siguen al club. La imagen de los chavales vendiendo la revista subiendo y bajando las escaleras por la grada me supo a plaza de toros, cuando la gente leía papel. En el descanso la abrí y leí un par de artículos. Eran las historias de nostalgia e incertidumbre del al que le quieren robar los domingos dejándolos viudos.

Cuenta Nacho Carretero, en el Informe Robinson del Cambados de Sito Miñanco, que cuando los adictos a la heroína morían en aquella Galicia ochentera de pico y papela, las madres, con retranca calidade, suspiraban de alivio porque por lo menos así sabían dónde estaban sus hijos. El Córdoba no puede morir, pero por lo menos sabremos que una parte de nosotros estará allí.

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