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Cinco minutos de comunismo

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Paco Merino

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A veces nos tomamos muy en serio nuestro rol, con una voluptuosidad bochornosa. Una vez, en casa de Toto, el Llamas –un tipo con un apellido atinadísimo– fue del Betis como nadie durante un descuento que teleológicamente iba a un fracaso europeo. Salió de la cocina para reencarnarse en Hugo, el perro de Lopera que celebraba los goles. Ladraba cada pase mientras describía la trayectoria de todos los futbolistas. Hablaba sin parar, vomitando beticismo como un Jiménez Losantos verdiblanco. Duró cinco minutos.

Me pasó algo parecido durante el Primo Maggio en Roma, donde montan un concierto multitudinario frente a San Giovanni para celebrar el día de los trabajadores. Por supuesto, allí había de todo menos trabajadores, que al día siguiente tenían que trabajar. Estaba lleno de universitarios ociosos y erasmus que primero bebíamos hasta reventar y luego hacíamos tiempo en el McDonalds de Re di Roma como el que intenta comprar papel higiénico en un supermercado venezolano, con colas imposibles.

En una de esas me quedé rezagado entre una multitud de gente que jaleaba en italiano cosas que no entendía. Intenté adelantarme un poco porque, aunque yo soy mucho de gritar en grupo, no sabía dónde estaba. Apartaba cabezas italianas haciéndome hueco, como si detrás de mí fuese Jesús Gil, hasta que no pude avanzar más porque me topé con la cabecera de una especie de manifa. Pensé que si la saltaba me iban a abrir la cabeza como una nécora, porque había gente muy nerviosa y con el pelo muy largo sosteniendo un cartel rojo y enorme. Serían unos spaghetti biris. Pregunté a ambos lados la causa por la que hacía bulto y en un momento dado me sentí un activo importante de aquella reivindicación, fuera la que fuera. Yo para manifestarme soy buenísimo.

Un par de chicas, que yo creo que eran lesbianas porque se estaban comiendo la boca como un helado con dos bolas, me dieron una pegatina del Partido Comunista Italiano. Con otra cosa no, pero a mí con pegatinas y exhibicionismo lésbico me ganan. Así que me hice comunista y empecé a decirle a todo el mundo que era de un Circolo Podemiti spagnoli, que a mi lado Sánchez Gordillo era socio de KPMG.

Apuré la cerveza caliente mientras me tapaba el caballo neoliberal de la camisa y pedía cigarritos de liar para no sacarme el tabaco del bolsillo. Soy muy perfeccionista en mis infiltraciones. Lo malo es que hablaba italiano como Joaquín en zona mixta, así que no pude profundizar del todo en la lucha de clases. Me limitaba a decir que había que cambiar de sistema, como si el Madrid jugase en el Camp Nou. Aun así mis camaradas estaban encantados con mi conciencia de clase y en que no estuviera alienado: nos despedimos palmeándonos las espaldas.

Caminé hacia aquel Mcdonalds casi por inercia, en un camino ideológico verstryngiano pero a la inversa, traicionando mi nueva ideología a cada paso. Culminé mi vuelta a la democracia liberal pidiéndome un Big Mac.

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