Chernobyl
Tuve que abrir la ventana del despacho y asomar la cabeza entre las rejas mientras explotaba el reactor 4 de la central nuclear Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil, como se llamarían todas en suelo soviético, en la pantalla. La boca me sabía al mismo metal que mascaban los bomberos que fueron enviados a su muerte, quemados por la lava invisible de la radiación. Tan invisible como un átomo. En La Casa del Libro, ojeando Voces de Chernóbil, el libro de Svetlana Aleksiévich en el que se basa la miniserie –faena corta y perfecta– de HBO, me pasó lo mismo. La edición sería de uranio enriquecido con solo plasmar la tipografía, hormigueante y seca, de lo que allí se dice en aquellas hojas.
Prípiat –es interesante meterse en Google Earth y ver el estado actual del lugar, invadido por una maleza mala, radioactiva y mentirosa– es la ciudad a tres kilómetros de la central nuclear desde donde se narra la historia: una ciudad-urbanización de PGOU soviético, desangelada y gris, como Leganés pero sin rematar, y con nombres de calles con números, de tan reciente creación que no hay imaginario común para nombrar nada, menos Lenin. Allí los chavales fumando sus primeros pitillos, lo menos cancerígeno de la serie, a los pies del desastre crudo, mientras en Fráncfort cerraban los colegios por precaución, la que no tuvo “un Estado con permanente miedo a la humillación”, como le dice Legásov a Shcherbina, un monstruoso ente político que intentaba esconder debajo de la alfombra un peligro invisible imposible de invisibilizar: el lugar más peligroso de la Tierra. El balance oficial de muertos sigue siendo igual de insultante: 31.
Ahora cojo con cierto cuidado el móvil, que me quema en la mano como el trozo de grafito que agarraban los bomberos, desnudos ante un incendio que no se apagaba como el Windsor, sino que era, sencillamente, imposible de apagar. Sus uniformes, tan insuficientes, tan diminutos, siguen apilados en el sótano del hospital de Prípiat, aun radioactivos. Hasta 600.000 personas, liquidadores, se emplearon en la lucha contra el mayor enemigo directo que ha plantado cara a nuestra tecnología y a nuestra evolución: el átomo.
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