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Abuelos

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Paco Merino

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El salón estaba partido en dos, donde la tele y los sofás y el comedor, donde gateaba entre sus sillas tapizadas. Allí estaba, en una esquina, el cuadro de mi abuelo, que más que un cuadro era mi abuelo. Yo me sentaba allí a mirarlo, esperando a que me guiñara un ojo o me pusiera morritos, o algo, como un Marcelino, pan y vino, sin pan y sin vino. Cerraba los ojos y contaba. Uno, dos, tres. Los abría a ver si pasaba algo, invocándolo de alguna manera. Nada. Era uno de esos retratos que parece que te miran desde cualquier ángulo; yo creía que era algo mágico, que movía los ojos como los cuadros de la familia Addams, hasta que descubrí aquello de los efectos ópticos. Cuando se remodeló el salón, se fue mi abuelo y ahora no sé dónde está. Eso sucedió durante el zapaterismo, que a él no le hubiera gustado nada. Yo creo que se quitó de en medio.

Si este abuelo mío era un cuadro, el otro era un busto. Yo me asomaba al despacho y lo veía en una estantería en alto, en otra esquina. Blanquísimo y cabezón sobre una peana. Pensaba que sería un hombre importantísimo que se tendría tallado para mirarse, como en un espejo roto e inmutable. Al cabo de los años me enteré de que aquel busto era de Góngora e hilé todo: que el busto hubiera sido suyo era más de Sergio Ramos que de Góngora, o sea, mi abuelo, al que dedicó su vida, un libro y una cátedra en su instituto para acabar siendo su álter ego modernista. Ahora tampoco sé dónde están, ninguno de los dos.

Mis abuelas eran más normales, ni cuadros ni bustos: señoras de carne y hueso con cardado de derechas y un rosario entre manos que murieron nonagenarias. Más que abuelas eran instituciones, un emblema cristalino y cierto que, desde un sofá, gobernaban familias como se gobiernan los países. Llenaban el salón como un escenario del BBK, pero sin moverse, y te agarraban tu mano con la suya, venosa como un mapa, como una papisa católica y pulcra que te mira a los ojos con la profundidad de los años, con unas pupilas kilométricas y huecas hacia dentro que eran agujeros negros del recuerdo.

La muerte de mi abuela más longeva me pasó como un Sputnik, me contó Joaquín, al lado del avión en el que viajaba para ir a verla en sus últimas. Mi abuela murió estando yo en el Mediterráneo, porque me gusta el juego y el vino y tengo alma de marinero. Yo siempre he llegado tarde y me he ido pronto, ya sea para un café, una cita o para despedir a una abuela.

Explicar la función de un nieto es algo absurdo, pero la de un abuelo es complicadísimo, porque todos somos nietos pero no todos abuelos. A mí llegar a mayor, con o sin nietos, me parece ya un hito. Una combinación de cuidado personal y suerte que vaya usted a saber. La muerte en la gente anciana tiene la misma tragedia que una comedia. Canto las muertes dulces y tardías como goles hacia dentro. Además, ando en el alambre del que todavía no tiene ni cuadro ni busto ni cardado, condiciones fundamentales para ser abuelo.

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