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El valor de un kilo de arroz

David Val

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Una persona pobre se lleva un kilo de arroz de un Mercadona alegando que tiene hambre. Todo el mundo se escandaliza y acaban llamando a la Policía. Sí, esto es Españistán

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Pónganse en situación. Un Mercadona cualquiera, en Madrid. Un migrante, pobre, hambriento, entra y decide llevarse un kilo de arroz. Lo enseña a la cajera. No puede pagarlo, tiene hambre y se va. El personal de seguridad lo detiene. “Devuelve el arroz”, le espetan. El migrante, africano, se niega y se aferra al paquete como si le fuera la vida en ello. Llega el gerente del supermercado. El migrante le enseña el kilo de arroz y le repite que tiene hambre. El gerente llama a la Policía. El migrante sale corriendo y le persiguen por la calle. El ‘segurata’ le retiene varios metros más abajo. Llega la Policía. El migrante les enseña el kilo de arroz. “Tengo hambre”, les dice. La Policía mira extrañada. “¿Por esto nos habéis hecho venir?”, preguntan al gerente. El gerente pone cara de no saber muy bien qué decir. Un vecino que había visto el final de la historia le tira 50 céntimos al gerente. “Ale, chaval. Vete”, le dice al joven africano. La Policía no le retiene y el joven se va.

La historia no la viví personalmente, me la contó mi amigo Sylla. Todavía se sorprende de lo que han visto sus ojos. “¿Todo ese lío por un kilo de arroz?”, se pregunta. Aun así, lo que más le chocaba, dice, fueron las personas que había en la puerta del Mercadona, criticando “al ladrón”. Solo vienen aquí a robar, asegura que decían. Mi amigo, acobardado, ni se acercó porque, probablemente, se lo habrían llevado a él. “La Policía es muy pesada, siempre está pidiendo papeles, pidiendo documentación, no te deja ni moverte tranquilo”, me dice.

Y yo me pregunto, ¿se puede considerar robo llevarse un kilo de arroz? Pues sí, en este mundo capitalista aberrante, sí. Especialmente, si se tiene en cuenta que robar una gallina valorada en 5 euros en un patio abandonado cuesta un año de cárcel gracias a nuestro asqueroso Código Penal y a una sarta de jueces sin escrúpulos. Y eso que la Policía no fue capaz de demostrar que los acusados la habían robado, pero para eso tienen presunción de veracidad. Sin embargo, robar miles de millones se considera crisis económica o medidas de ajuste necesario.

Me contaba Sylla, que en Malí, su país, africano, pobre y explotado, lo único que nunca falta es techo y comida. Que las personas pueden construirse una casa de piedra y barro sin muchos problemas y que el Estado se encarga de que no falte comida en las zonas más castigadas. De hecho, cada año, envían varias toneladas de arroz, azúcar y harina a los pueblos más pobres del país y los alcaldes se encargan de que el reparto sea equitativo y acorde al número de personas que viven en cada casa. ¿Y si no cumplen? “Simplemente, no pasa, me dice”. Y añade: “Una vez, el jefe de mi pueblo –hay varios rangos, jefes, alcaldes y gendarmes- decidió vender el arroz del Estado en su tienda”. Y se ríe. El gobierno mandó al Ejército y le quitaron todo lo de valor que tenía: una vaca, el carro y la tienda. “Ahora sobrevive como puede y su familia está señalada en el pueblo”. Sinceramente, lo veo muy justo.

Si bien es cierto que Sylla me habla del Malí que él abandonó en 2006, ejemplo de la democracia en África, la situación hoy en su país es mucho más compleja tras el golpe de Estado de 2012 y la imposición de la ley islámica en las regiones del norte. Aun así, tenemos que viajar más para conocer qué significa de verdad el concepto de solidaridad. Algo que, personalmente, conocí en los pueblos bolivianos hace dos años. Pero Sylla continúa. “En mi pueblo, si alguien da algo a las personas pobres lo hace de noche, para que nadie se entere, porque no nos gusta chulear con eso”, me cuenta. Es más, hace cinco años, cuando tenía trabajo estable –no como ahora-, Sylla compró media tonelada de arroz para repartirla entre las familias más necesitadas de su pueblo, que se llama Korera Koré y está en la frontera de Mali con Mauritania. “Pero llamé a mi padre y le dije que no contara a nadie que el arroz lo mandaba yo y que lo repartiera por la noche”. Y así fue. Su hermano, con un carro y una burra, fue repartiendo 50 kilos de arroz en cada una de las casas que Sylla le había marcado. “Mi hermano me dijo que todos se pusieron mucho de contentos, mucho de alegría”, añade con su español macarrónico.

Por eso, cuando mi colega recorre las calles de Madrid en busca de trabajo y vive situaciones como la que se encontró el otro día, no puede más que sorprenderse. Cuando me lo explicaba, se agarraba fuerte las sienes y movía la cabeza: “Estas cosas yo no puedo entenderlas”.

Ni yo tampoco, le respondo. Pero vivimos en un mundo de mierda. En África os han contado que aquí hay tantos lujos que podemos barrer los billetes por la calle (esto, asegura, se lo dijeron antes de decidir emigrar). Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Lo triste es que somos mucho más pobres que ellos. Porque además de ser pobres de bolsillo, también somos pobres de espíritu.

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