Agraciado

Uno puede sentir la soledad de muchas maneras. Aquella tarde yo la palpé en el ascensor del Hospital Provincial. A mis 84 años, cuando uno ha perdido a todos sus amigos y, en mi caso, a toda su familia, poco pretende de la vida, pero bajar de la habitación en la que ha estado ingresado y sentir que nadie te ha acompañado, que nadie te acompaña y que seguirás estando solo estas últimas noches que quedan no es plato de buen gusto.

Eran las nueve menos cinco de la noche. A esa hora llovía de forma muy débil, en ese punto en el que uno todavía es capaz de aguantar con el paraguas cerrado. Crucé las puertas del recibidor y, ya en la calle, esperé un taxi. En mi brazo un abrigo doblado, en mis manos una bolsa de plástico con algunos papeles y una radiografía de mi tórax. Observo con cierta frecuencia las radiografías de mi cuerpo, me ayudan a entenderme mejor.

Las nueve menos cinco, y apenas una decena de personas que entran y salen del hospital, otras tantas que suben o bajan de sus vehículos estacionados en el aparcamiento y un vendedor de cupones a punto de marcharse a casa.

Llevaba más de treinta años sin comprar lotería. No debí hacerlo tampoco esa noche. Sin embargo, el taxi tardaba y desde que la enfermera me confirmó, sin ser capaz de mirarme a los ojos, que podía irme a casa no había hablado con nadie.

— Buenas noches.

— Buenas noches.

— Había pensado que quizá era una buena idea comprar un cupón.

— Como quiera. Puedo venderle para el sorteo de mañana, o el especial del viernes.

— ¿No tiene nada inmediato? No tengo mucho tiempo.

— Sí, me queda un cupón del sorteo especial de esta noche. A esta hora ya había pensado quedármelo. En cinco minutos he de entregar los cupones que no haya vendido.

— Pues tenga usted, gracias.

— Suerte.

En las noticias de la radio he escuchado hoy que han tocado más de 11 millones de euros en Córdoba. Se referían al desconocido ganador con la palabra agraciado.