El tigre de Esnapur/La tumba india
Fritz Lang, tras su etapa americana, estaba decidido a volver a la Alemania de donde salió huyendo del nazismo. Lo hizo a principios de los años 50 para realizar una doble película, o dos películas que forman una, según prefieran: El tigre de Esnapur y La tumba india. Son películas acogidas de forma contradictoria por la crítica, ya que algunos las valoran como ejemplo de cine de aventuras exóticas y otros las atacan por considerarlas cine casi infantil. Retrata la historia del palacio del Maharaja Chandra, príncipe de Esnapur, a la que llega un prestigioso arquitecto (W. Reyer) para realizar unas obras, enamorándose de la bailarina Soothe (Debra Paget), verdadera joya del palacio. El maharajá, ofendido, decide encargar el proyecto de una tumba india para enterrar ese amor que le desafía. Para él, el palacio, y todo lo que en él hay, es de su propiedad y está dispuesto a que nadie le cuestione su poderío.
No he podido sino rememorar estas películas concatenadas, al conocer la crisis por la que pasa el palacio de Medina Azahara. Una instalación dominada por el Maharaja Vallejo, al que llegaron los arquitectos Sobejano y Nieto a realizar un premiado centro de visitantes. Considerado por todos como uno de los mejores valores patrimoniales, ya no de nuestra ciudad, sino, al menos, de toda Andalucía, se está convirtiendo, de forma casi inevitable, en una tumba donde el maharajá se querrá enterrar, como ejemplo de su poder. Las riquezas del palacio quedan para el disfrute, esencialmente, de quien el maharajá dictamina y cuando él lo decide.
Por todos es conocido que, a pesar de depender de instancias superiores, en Medina Azahara manda el maharajá, que hace y deshace a su antojo. Apoyado en el proyecto personal que, en torno al yacimiento arqueológico, levantó Escarlata Calvo, parece decidido a que haya que pasar por encima de su cadáver para que el vecindario pueda disfrutar de un bien cultural de primera magnitud. Su política restrictiva y autoritaria ha conseguido dilapidar la difusión de Medina Azahara que supuso la exposición de los Omeyas. Parece contento de que el acceso al monumento, a través de una carretera provincial, sea aún indecente para su valor turístico y que su señalización sea casi clandestina. Las actividades que en el recinto se realizan se limitan a visitas centradas en la labor arqueológica, así como algunas jornadas y charlas celebradas más en su honor que en el del monumento. Se niega a convertir el yacimiento en un espacio cultural de más amplias posibilidades. Todo ello ya ha provocado un descenso de las visitas y, por tanto, de la autonomía económica del centro.
Su absurda guerra sin cuartel contra las viviendas levantadas a más de un kilómetro del yacimiento, que, para nada enturbian su visión, ni alteran su interpretación, ha conseguido que Medina Azahara acabe apareciendo en los medios de comunicación de forma negativa. No es una opinión personal, sino un dato objetivo, ya que la primera delimitación de Medina Azahara como Bien de Interés Cultural para nada se vio afectado por esas construcciones al quedar fuera del entorno aprobado. Fue el miedo al parque temático de al-Mansur, que se iba a instalar sobre las antiguas instalaciones de Repsol en Carretera de Palma, lo que provocó una extensión de los límites de protección que, paradójicamente, suponía incluir dentro las viviendas, y generar un problema inexistente hasta entonces. Lo que eran unos vecinos no demasiado deseados, se convirtieron en okupas a través del BOJA.
Sobre el centro de recepción de visitantes, siempre se mostró celoso de que fuera más celebrado que el propio yacimiento. Nunca estuvo de acuerdo en que tuviera vida propia y no cejó hasta dominar su funcionamiento. El centro ha ido perdiendo servicios o actividades hasta llegar a ser reciente noticia por las goteras que asolan el edificio. Es una forma elegante de enturbiar los premios que sus arquitctos han estado recibiendo de todo tipo de instituciones. De no mediar una intervención del más alto rango, el centro de recepción de visitantes pronto podrá integrarse, sin problemas, en el conjunto del yacimiento como una ruina más.
¿No se podrían organizar conciertos, teatro, recitales poéticos, ... de forma permanente en Medina Azahara? ¿No es posible convertirlo en un centro cultural polivalente? ¿No puede ser visitado por escolares dentro de los programas educativos municipales? ¿Ha de aceptarse que su única posibilidad es seguir siendo un yacimiento arqueológico para entendidos? Ejemplos como este, son los que hacen que la ciudad vuelva la espalda a dar la importancia que se debiera al patrimonio arqueológico. Nuestra ciudad, que debiera sentirse orgullosa de su rico pasado, teme quedarse presa entre sus restos como les pasó a los pompeyanos. Es inconcebible que la Junta de Andalucía permita que, una joya de nuestro patrimonio, quede reducido, poco a poco, a un Taj Mahal, justamente, la tumba india en la que se inspiró el maestro Lang para su película. Lo malo es que lo nuestro no es cine.
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