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Grillos

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Ángel Ramírez

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Córdoba está petada de grillos. Hace unos meses puse un tono al móvil denominado Summer que imita a el cri cri de los grillos, y desde entonces he descubierto que nuestra ciudad es un coro permanente que, misteriosamente, no percibe nadie. Es curioso cómo funciona nuestro cerebro, justo tras elegir tal tono ha quedado programado para escuchar el que yo creía un extraño sonido, haciendo abstracción de otros tantos que nos rodean en la ciudad. De pronto escucho grillos constantemente y en los sitios más insospechados, sonido que obviamente me rodeaba cotidianamente pero yo no estaba preparado para seleccionar. Es algo que sabemos, pero no sé si medimos su alcance, no sé si sacamos las debidas conclusiones de esta capacidad de oir sólo lo que nos interesa, de desconectarnos de lo que no nos es útil o nos cuestiona. Somos una máquina preparada para percibir aquellos que hemos preseleccionado, por tanto una máquina destinada al error, a la cerrazón, a vivir en el pasado.

Pues eso, que Córdoba es un coro de grillos que nadie parece sentir. Paso todas las mañanas por una cochera cercana a la calle San Pablo y el ruido que escucho ahí es estentóreo, una barbaridad que ni siquiera estoy seguro que puedan provocar unos cuantos grillos. La cochera, de la que no he visto nunca entrar ni salir coche alguno y que parece sacada de una novela de Stephen King, está junto a una supuesta oficina de Correos de la que tampoco he visto nunca entrar ni salir nadie, como si realmente fuera una tapadera para una base de operaciones con alta tecnología de esas que salen en las películas de espías y que se encuentran tras la pared de un desvencijado restaurante cantonés. Todas las mañanas paso por ahí y me fijo en las demás personas y nadie se inmuta, como si estuvieran desprogramadas, hay unas grafitis en la puerta metálica de la cochera que parecen señales para quien sepa descifralos,  aprieto el paso porque me inquieta.

La esquina de Barroso y Jesús y María, donde está la sede de Vimcorsa, un par de cafeterías y un despacho de abogados es otro de los puntos sorprendentes. El ruido es más moderado y no emana de un punto fijo, aunque hay otra cochera que creo que es el refugio principal. El cri cri suena como un juego, una adivinanza, una especie de gymkana imaginada por el Consorcio de Turismo o alguna start up disparatada. Más me llama la atención aún la plaza de la Luna, en un espacio abierto y ya entrado el día, me sitúo en el centro de la plaza y oigo multitud de grillos ante la indiferencia de todos. Miro y no imagino donde se ocultan, no tengo cerca puertas, ni espacios abandonados, pero ahí están recordándome lo fácil que es que casi nadie se entere de lo que ocurre, que te conviertas en un iluminado.

Llego al trabajo, miro mi móvil y tengo tres llamadas pérdidas.

PD: Esta mañana coincidí en los estudios de la SER con Jordi Gordon, que nos contaba la historia tan terrible que describe en la película documental que estrenó ayer en el Gran Teatro, ¡Dejadme llorar¡. Nos contó que usted y yo, seguramente sin saberlo , vivimos sobre cuatro mil cadáveres sin identificar, cuatro mil personas asesinadas y enterradas como carne apestada en fosas de los cementerios de la ciudad. Aún viven hijxs, nietxs, sobrinxs de esas cuatro mil almas y andan pidiéndonos como posesos que les escuchemos, que los creamos, que aceptemos que somos hijxs de un gigantesco crimen aún impune. Nunca es tarde.

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