Desvelos
Tener razón me desvela. Me he despertado a las cinco de la mañana porque tenía razón, y a cada razonamiento que me seguía confirmando en mi acierto, más dificil me resultaba volver a retomar el sueño. Tener razón produce una suerte de desvelo, de alerta, porque piensas que ves lo que no ven los demás y eso te da mucha responsabilidad, no te puedes permitir el lujo de estar dormido mientras pasa algo crucial que sólo unos pocos, tú entre ellos, pueden descifrar. Los equivocados duermen como lirones y aquí ando yo a las cinco de la mañana sentado en el sofá sin saber qué hacer. No haré nada hasta la hora del desayuno.
Miro la taza de café y no sé qué hacer. No sé si le he echado ya la estevia o sólo he pensado en hacerlo y esa imagen mental es la que se me aparece como un recuerdo inmediato. Si le echo y resulta que ya lo había hecho tendré que tirar el café, si lo bebo sin remover me sabrá amargo en cualquier caso y no podré determinar si lo que tengo en mi mente es imaginación o recuerdo. Lo único que puedo hacer para salir de esta situación es remover con la cucharilla y probar el café, si está amargo es que debo echarle la estevia, si no lo está, pues es que ya lo hice. Es una solución sencilla, pero si lo remuevo y resulta que no la había echado me sentiré idiota, habré estado removiendo un café para nada. Ese sentido del ridículo me paraliza y sigo mirando la taza evitando inaugurar el día y que me aborden nuevos dilemas, pienso que seré incapaz de decidir y quedaré ahí inmóvil hasta que algo externo me zarandee, y todo tras dos horas de desvelo provocadas por tener razón.
Para salir del bucle me pongo a hacer las tostadas y pienso que otra cosa que está pasando es ira. Pasión del alma que causa indignación o enojo, apetito o deseo de venganza. Es un pequeño virus, se cuela por cualquier sitio, un mal abrazo, un falso apretón de manos, unas palabras aparentemente improvisadas y rutinarias. El demonio nunca se presenta por sí mismo, siempre en forma de algún animal, alguna bestia, una persona hermosa. La ira se nos cuela en las palabras que creemos inocentes, y se corre de unos a otros como una epidemia, en poco tiempo nuestra vida se desmorona, nos convertimos en una manada de zombis insaciables y no sabemos que lo somos. Ahora estamos expuestos a infinidad de mensajes, somos incapaces de defendernos de ellos y del ejército de manipuladores que nos acosan, las malas palabras nos inundan y si nos descuidamos nos constituyen, nos convertimos en pura ira y venganza. Ahí no caben ya juicios, ni razones, buscamos el refugio de la multitud, el arrope de lo gregario para transformarnos en un vehículo de la pandemia.
Se me queman las tostadas.
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