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El revés de una moneda

Sebastián De la Obra

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Iba a ser una noche de primavera agradable. Unos vinos con amigos. Mi hijo pequeño a la espera de una cena especial (mientras se entretenía con tebeos). 27 de abril, sábado. Frente al río Guadalquivir (imposible imaginar otro espacio y tiempo más benigno). Sobre las diez y media enciendo un cigarro y escucho una voz. Un grupo de jóvenes se acercan a la ribera del río y cruzo la calle. La voz de una criatura suena casi inaudible. Nos asomamos a un abismo oscuro entre matorrales y el sonido de la corriente. La voz se transforma en una petición de auxilio. Reconocemos sólo unas pocas palabras... ¿mamá, que hago? Varias personas contestan: ¡agárrate a lo que puedas! Un joven salta a un árbol e intenta bajar hacia la nada..., no puede. La aparente y engañosa calma se transforma en agitación. Se van sumando voces. Necesitamos volver a escuchar la voz. La corriente se va llevando la voz hacia el puente, el Puente Romano. Me vuelvo hacia atrás en busca de mi hijo..., él también me busca a mí. Balbuceo unas pocas palabras a mis amigos y volvemos a la ribera del río. ¡Ay!, ya no se escucha la voz. ¡Qué dolor!, mi hijo me aprieta fuerte la mano y se mantiene en silencio. Yo también guardo silencio. Llegamos hasta el puente. Suenan varias sirenas. Han pasado veinte minutos y en tan corto espacio de tiempo se ha producido una catástrofe. Volvemos. Me guía mi hijo con su mano bien apretada y su palabra justa: no te preocupes papá, lo salvarán... Esta irrupción nocturna de la tragedia me cambia la expresión y la respiración. Quiero que sea una historia inacabada. No hay cuenta que saldar. Alguien vuelve y cuenta que han encontrado a un niño de unos cuatro años ahogado. Mi hijo lo escucha y me coloca su inmenso brazo sobre mis hombros y me recoge. Es desgarrador y difícil describir en un espacio corto lo indecible. Un vértigo que provoca que el suelo desaparezca bajo tus pies. El vacío. Asustado por esta evidencia confesa, no pronuncié palabra alguna hasta llegar a nuestra casa. Mi hijo sólo me daba besos. Nada más (nada menos). Iba a ser una magnífica noche y fue el revés de una moneda. Hoy quería escribir sobre la estúpida norma que pretende hacer obligatorio el uso de casco para los ciclistas en la ciudad. Anoche tuve una pesadilla recurrente y me desperté..., sólo escuchaba: ¿mamá, que hago?

Cuanta impiedad. Nada que hacer.

Nota: absténgase de comentarios los especialistas y aprendices que explican, valoran, enjuician y dictaminan los sueños (y las pesadillas). Ni todo el noble (o innoble) ejercicio donde reposa la argumentación (y la explicación) de lo que sucede me va a relajar. El verano llegó... con su confortable, frívolo y aburrido reino de lo cotidiano. El verano, de forma natural, nos relajará.

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