Monsieur Islam n´existe pas
Mi hijo pequeño y yo hace una semana que hemos vuelto de París. En París él se sumerge, siempre, en las ruinas de Cluny, mientras yo me voy perdiendo en las librerías de la rue des Écoles. Siempre tenemos por costumbre visitar el Musée d´art et d´histoire du Judaïsme y el Institut du Monde Arabe. En este último lugar nos compramos el catálogo de la última exposición: “Il était une fois l´Orient Express”. Comenzamos a viajar, otra vez, con nuestra imaginación. De golpe nos situamos en la estación de Sirkecy, en Estambul, la última parada del Orient Express. Allí vimos los dos danzar, hace un par de años, a los derviches giróvagos. Le asombró la suavidad y precisión de sus movimientos, el clima denso y sutil que eran capaces de crear. Le comenté que, aun siendo un espectáculo turístico, reflejaba un complejo ejercicio de abandono... Le hablé de Mevlana y quisimos viajar a Konya y hacer una parada previa en Bursa; ahí quiere ir conmigo y ver una de las sinagogas más antiguas de Turquía y el más hermoso caravasar de la ruta de la seda... ¡iremos! En el catálogo algunas imágenes le resultaban familiares y otras no tenía necesidad de identificarlas o reconocerlas, su imaginación iba mucho más rápida que mi relato. Mi hijo, que me salva cada día, tiene una curiosidad desbordante (y muy pocos prejuicios). Nuestros viajes están repletos de relatos e historias para, en cierto modo, poder descifrar lo que nos pasa. Como en la vida.
Estos días tiene muchas preguntas que se detienen a medio pronunciar. ¿Qué ha pasado en la ciudad en la que acabamos de estar? Su territorio, mezcla de imaginación y espacios familiares, se tambalea. Parecía tan natural conversar con mi librera preferida, Gaëlle, una señora judía de origen asquenazí, enamorada del judeoespañol y después irnos a comer un kebab al puesto de nuestro amigo turco Murad. Acaba de descubrir, como el poeta, que lo natural deberíamos convertirlo en sagrado y lo sagrado transformarlo en natural. Acaba de descubrir que debe ser sagrado establecer relaciones naturales de igualdad con la diversidad. Y dejarse sorprender y abandonarse al asombro y mantener la curiosidad. Acaba de descubrir que no es así. Que lo que nosotros llevamos realizando desde hace años (de forma aparentemente natural) es el resultado de un meticuloso esfuerzo de conocimiento y reconocimiento que responde al intento de neutralizar todos los obstáculos existentes para que ese modelo de relación no se produzca (obstáculos culturales, políticos, económicos, sociales, legales). A los tiempos de esfuerzo suelen sucederles tiempos de abatimiento. Así estamos ambos.
Determinados sectores del islamismo violento (el universo de Al Qaeda, el infierno del Estado Islámico y las múltiples derivaciones salafistas) han construido su enemigo a fuerza de bastardear sus creencias. Da igual la excusa de ser judío, de ser caricaturista blasfemo (como si se pudiese caricaturizar sin rozar la blasfemia) o de ser policía o de ser niña que quiere estudiar. Los verdugos siempre creen en la culpabilidad de las víctimas. Todos los verdugos. Han convertido al variado, rico y complejo universo del Islam en Monsieur Islam. Y ellos son sus valientes y uniformados combatientes. Siempre con los petrodólares de Qatar o Arabia Saudí o Gadaffi o Irán. O con el férreo control sobre sus comunidades de origen de los regímenes de Marruecos o Siria o Argelia o, ahora, Turquía. O con la intervención (de carácter imperialista y decimonónico y torpe) de determinados estados occidentales apoyando a unos y a otros en función de intereses (nunca confesados pero siempre descubiertos). Ellos, los verdugos, viven en un permanente desorden moral (no solo semántico) que requiere y alimenta una verdadera “fascinación” en determinados sectores de la juventud. Reconstruyen un pasado que desconocen (el Califato originario, Al Andalus, el profeta...) a la imagen de un presente que desprecian y detestan. Todos son sus enemigos. En primer lugar aquellos que se denominan musulmanes (en sus mil y una variantes, corrientes, sectas, clases y orígenes) y no los siguen ciegamente. A ellos va destinado ese ejercicio de desprecio y fascinación. Quieren ser el espejo (deformado) donde se tengan que mirar y reconocer los musulmanes de Senegal o de Francia, de Indonesia o de Surinan, de Berlín o de Alejandría. Al resto, los infieles, es suficiente con mostrarles que son vulnerables justamente por lo que son grandes y envidiables, por sus sistemas de libertades. Con estos últimos solo hay que emplear el miedo.
Deberían emborracharse con Abu Nuwas, leer a Abdallah Laroui o a Mohamed Arkoun para descubrir el rico repertorio de pensadores en la historia del Islam, aprender a polemizar (sin necesidad de matar) como lo hacía Ibn Hazm, descubrir la heterodoxia de Hallaj, adentrarse en la curiosidad y el conocimiento como Ibn Sina o Ibn Ruschd, enamorarse (sin necesidad de esclavizar) leyendo los poemas de Yunus Emre o mirar a la mujer amada de forma distinta después de releer a Fatima Mernissi y su Haren político.. Y cuando finalicen estas tareas un poco de Rabelais y Erasmo de Rotterdan. Como premio de consolación podrán ver la espectacular e inolvidable
escena del desfile de modelos para cardenales filmada por Federico Fellini. El premio será una enorme sonrisa. Y no se olviden, Monsieur Islam n´existe pas.
Nota: mi hijo y yo volveremos a París. Nos encontraremos con Gaëlle y con Murad. También iremos a Bursa en nuestra particular y permanente ruta de la seda.
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