Salenko: Los 73 días de un 'Bota de Oro' en el Córdoba
Era un verdadero chollo. No podía fallar. Después de casi dos décadas de peregrinaje por la Segunda B, el Córdoba vivía un periodo de fantasía en el verano del 99. Los rescoldos del Cartagenazo -ya saben, el 30-J y el ascenso que puso patas arriba a toda una ciudad- no sólo no se habían apagado, sino que se avivaban con un proyecto que tenía buena pinta. Eso entendían sus autores, liderados por un presidente novato y carismático, un empresario natural de Cañete de las Torres afincado en Levante que retornaba a su tierra para devolver al club de El Arcángel el prestigio perdido por campos de poco lustre. Manuel Palma Marín vio negocio en una operación de impacto mediático. Hacía falta una estrella, un nombre cuya simple mención incitara al seguidor a abonarse como socio o, al menos, a comprar una entrada. Ya había reclutado a Roberto Fernández, ex internacional con el Barcelona y el Valencia, un veterano con caché al que todos veneraban. Pero hacía falta algo más. Un delantero. Un nueve. Uno de los que salen en las portadas de los periódicos.
Se dice que a Palma Marín le pusieron delante los intermediarios algún chaval que prometía en Argentina. Uno se llamaba Claudio López. Le apodaban El Piojo. Otro, Pablo Aimar. Le decían El Payaso. Dicen que al presidente le parecieron demasiado bisoños o demasiado caros. Eso cuentan. Todo se nubló en el instante en el que, como en las películas, el foco se dirigió intensamente al rostro de la estrella. Y ahí apareció Oleg Salenko, Bota de Oro en el Mundial 94. Con 29 años, venía de una lesión grave. Daba lo mismo. Se recuperaría. El jugador estaba convencido. El club, también. No podía fallar. Una estrella mundial en el Córdoba. Aquello iba a llamar la atención. Y lo hizo.
Una calurosa tarde de 27 de septiembre, acompañado desde que puso el pie en España por periodistas cordobeses encargados de relatar todas las excelencias del ruso, llegó Oleg Salenko (San Petersburgo, 1969). Dos veces le habían operado la rodilla izquierda y, evidentemente, el jugador no estaba en forma. Sólo había que mirar su figura, tirando a oronda, para detectar que los preparadores físicos tenían una dura tarea por delante. Pero era Salenko. El único jugador en la historia que ha sido capaz de marcar cinco goles en un partido de un Mundial. Lo hizo en el de Estados Unidos 94, en un Rusia-Camerún. Con uno más, alcanzó la media docena. Suficientes para terminar, compartiendo con el búlgaro Hristo Stoickov, el trofeo de máximo goleador. Salenko. La perla del Zenith de su ciudad natal, que fue fichado por el Dinamo de Kiev. El máximo goleador en el Mundial Juvenil de Arabia, en el 89. El mejor artillero en el campeonato de la Unión Soviética en la temporada 89-90, y segundo en la 90-91. Salenko. Un crack joven al que un intermediario llevó al Tottenham aunque luego no consiguió el permiso de trabajo y se quedó en el limbo. Pero siguió adelante. Qué bueno era Salenko.
Cuando le propusieron venir a España, no se lo pensó. Aquí se movía el dinero a mansalva. A veces había que taparse la nariz, por la oscura procedencia de los billetes, o mirar para otro lado cuando a uno le ponían el fajo cogido con una goma o metido en una bolsa de supermercado. Había pasta en los noventa. Pero el bueno de Salenko ni la olió. Al menos, al principio. El Logroñés le pagó poco más del salario mínimo interprofesional. Luego le subió el sueldo a 400.000 pesetas al mes. Salenko jugó la mitad del campeonato 92-93, marcó siete goles y convenció a todo el mundo de que era un delantero notable. El club riojano compró su ficha, consciente de que podía revenderlo con una imporante plusvalía. Pactaron 100 millones de pesetas por tres temporadas. El ruso firmó 16 goles en Liga y 5 en Copa con el Logroñés. Entonces llegó el Valencia y puso encima de la mesa 250 millones de pesetas. Y Salenko se fue a Mestalla, donde había dinero y playa. Luego llegó el Mundial, la Bota de Oro, la fama... y las lesiones. Perdió el sitio, la forma y la moral. Y tuvo que empezar otra vez.
Estuvo en el Glasgow Rangers escocés, pero nada cambió. Salía de vez en cuando y marcaba de tarde en tarde. Luego cogió la maleta para fichar por el Istambulsport, en Turquía, donde le ofrecieron un buen contrato y una oportunidad para relanzar su carrera en un campeonato de nivel medio. Allí se rompió la rodilla. Quirófano, recuperación... Un año entero sin jugar. Su familia estaba en Valencia. Volvió allí, pero no tenía ninguna oferta. Parecía que todo había terminado. Y llegó el Córdoba. El contrato de Salenko era una obra de ingeniería o un galimatías, según se mirara. El ruso iba a cobrar un millón de pesetas mensual hasta diciembre. Ahí se le realizaría un examen físico para comprobar su estado. Si se estimaba que el jugador tenía unas condiciones óptimas, se ejecutaría una prolongación hasta el final de temporada por 12 kilos y una prima especial de un millón de pesetas (6.000 euros) por cada gol que anotase.
La apuesta del club terminó chafada. Los médicos le diagnosticaron una atrofia muscular en la pierna operada que tenía una lenta recuperación. Hubo polémica esos días. La cuestión es que el club le presentó como a una estrella y unas semanas después no sabía cómo quitárselo de encima. Salenko rescató el español que había aprendido en Logroño y Valencia para lanzar algunos mensajes críticos sobre la calidad de la plantilla cordobesista. En el vestuario ya no le aguantaban. Sólo ciertos negocios de ocio nocturno lloraban a escondidas por la posible marcha del ucraniano.
Con más kilos que ilusión, Oleg Salenko recibió la carta de despido del Córdoba antes de las navidades. El club recurrió a una de la cláusulas del estrambótico contrato para ponerle en la calle “al no haber llegado al nivel de forma física pactado”. Intervino en tres partidos. No marcó ningún gol. Estuvo 73 días en el Córdoba.
Trató de volver al fútbol en el Pogon Szczecin polaco, pero en 2001 tuvo que retirarse definitivamente. Oleg Salenko, un mito en la selección rusa, acabó enrolado en la selección de fútbol playa de su país, con la que celebró sus últimos goles. En 2010 fue noticia por intentar vender su Bota de Oro en el Mundial 94 a un jeque árabe, ya que atravesaba una delicada situación económica. Su última hazaña mediática ha sido un desmayo, en pleno directo, durante la emisión el pasado mes de mayo de una tertulia futbolística en una televisión ucraniana.
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