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Miguel Reina, la soledad del portero y el síndrome de Schwarzenbeck

Paco Merino

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Ganó una Intercontinental porque el campeón de Europa, el Bayern de Múnich, no quiso ir a Argentina a jugar contra Independiente en 1975 y actualmente es edil del Ayuntamiento porque Eva Pedraza le cedió su acta de concejal electo hace unas semanas. Así es Miguel Reina Santos (Córdoba, 1946), un hombre que sabe estar en el sitio justo y en el momento adecuado. Que no le digan a él lo que significa la suerte en la vida. La buena y la mala. Un detalle puede marcar una existencia. No le contéis películas a don Miguel. Mejor que os las cuente él. No en vano, jugó más de tres lustros como portero en la Primera División española, defendiendo las camisetas del FC Barcelona y el Atlético de Madrid. Fue en otros tiempos. Cuando el equipo culé era el paradigma de la desgracia, un abonado perpetuo al victimismo, y la formación rojiblanca no había interiorizado aquel apelativo de “pupas” que tanta gracia hace a sus detractores. También jugó en el Córdoba, con el que mantiene una relación de extraño amor. Quizá aún sueñe con volver a la casa blanquiverde, de una u otra manera. Puede pasar. Ocurren tantas cosas raras...

Bien lo sabe Reina, al que el Partido Popular encargó tras su victoria en los comicios municipales la misión de gobernar el deporte local en tiempos complejos, cortos de dinero y de miras. Se trata básicamente de administrar migajas y mantener el decoro en medio de un escenario en el que casi todos esconden una daga la espalda. Y don Miguel, como en sus mejores tiempos debajo de los tres palos, para todo lo que puede y está pendiente de que no se la cuelen por debajo de las piernas. Despeja más que detiene, según sus detractores. Hay quien le acusa de hacer la estatua. Pero don Miguel sigue en lo suyo.

No pierde ese espíritu clásico de los porteros, entre el heroísmo y el sacerdocio, una vocación de servicio con aires de mártir. Un guardameta sabe que detrás de él no hay nada, que un error cometido resulta fatal porque no habrá nadie capaz de repararlo. No puedes culpar a nadie. Es la maldición del último hombre. En la política resulta más sencillo: siempre habrá alguien a quien cargar con el mochuelo, sean los que estuvieron antes o los que vendrán después. A Reina le lanzan improperios en algunos foros, pero los capea con ese arte y donaire que imprimen los años vividos y las experiencias pasadas. A alguien que ha sentido a sus espaldas la bronca del Camp Nou no le asustan silbidos ni pancartas. En su periplo como rostro visible de la política deportiva municipal le ha tocado pasar algún mal rato, pero él aguanta de modo estoico y  sigue adelante y firme con su papel. Igual le ves sosteniendo el cartel de una prueba de voleibol femenino que entregando una placa en el patio de un colegio. Tiene cierto aire de abuelo entrañable, que se acentúa cuando le escuchas pronunciar términos como mountain bike o Bball -el club de baloncesto local, con su denominación americanizada- en comparecencias públicas.

De algún modo, Reina sigue jugando. Ahora ataja balones por delegación. Su hijo Pepe, reputado profesional en la Premier League inglesa con el Liverpool y afamado speaker en las celebraciones de los éxitos de La Roja -antes llamada selección española-, es uno de los fijos en las convocatorias de Vicente Del Bosque -ex jugador del Córdoba, por cierto- además de hijo adoptivo de la ciudad ya que ejerce como cordobés pese a haber nacido en Madrid.

A Reina le conocen como el padre de Pepe, aunque en la Córdoba profunda siempre será Miguelín, el pinche de cocina del hotel Meliá que soñaba con ser futbolista. Siendo un chaval salió a correr por el paseo de La Victoria tocando a los héroes del ascenso a Primera -el 0-4 en el Colombino de Huelva, abril de 1963- que se asomaban jubilosos por las ventanillas del autobús.

Un año más tarde, esas mismas manos se convertían en el instrumento milagroso que contribuyó a la mejor clasificación de todos los tiempos en el club. En la Liga 64-65, con 18 años, Miguelín Reina fue titular en la portería blanquiverde y estableció un récord que nunca fue superado. Sólo recibió dos goles en El Arcángel en toda una temporada: uno se lo hizo Di Stéfano, en su fase crepuscular en las filas del Español -actualmente Espanyol- y el otro lo marcó el propia puerta el recordado Ricardo Costa. El Córdoba terminó quinto, la mejor posición de toda su historia, y Reina era un ídolo juvenil. Al lado de hombres como Simonet, Juanín o Navarro, la irrupción de Miguelín aportaba frescura al negocio y alimentaba la ficción de progreso de las clases populares en tiempos duros, cuando los niños soñaban con ser futbolistas o toreros.

El chico del barrio de Santiago acabó vendido al Barcelona, en un traspaso que batió récords en la época: 8 millones de pesetas. En la Ciudad Condal no lo tuvo sencillo. No cayó en gracia, principalmente porque los seguidores idolatraban a un talento de la cantera catalana, Sadurní, y no terminaban de encajar que un andaluz llegara para frenar la progresión del héroe local. Eso es lo que cuenta Reina, que detectaba hostilidad cada vez que salía a cumplir su jornada laboral del mejor modo que sabía. Una pifia ante el Dinamo de Moscú no le ayudó precisamente.

El caso es que todo se torció definitivamente cuando el técnico culé, el británico Vic Buckingham, decidió alinearle sólo en los desplazamientos porque los abucheos en el Camp Nou daban a la escena un aire dantesco. Para redondear el cuadro, Reina sufrió un varapalo considerable en su economía al ser víctima de un socio espabilado en un negocio de pieles. Miguel se sintió solo y entendió que debía irse de allí. Dejó como legado un balance extraordinario en su último curso: conquistó el Trofeo Zamora por ser el menos goleado (21 goles en 34 partidos) y estableció una plusmarca de 824 minutos sin encajar un gol que tuvo una vigencia de casi cuarenta años. Víctor Valdés la rompió en la temporada de los seis títulos de Pep Guardiola.

De Barcelona a Madrid, Reina siguió abrillantando su hoja de servicios de una manera formidable. Vicente Calderón, el legendario dirigente colchonero, se implicó personalmente en reconducir la trayectoria del jugador cordobés para que restableciera el orden en su cuenta bancaria y se dedicara con los cinco sentidos a hacer lo que mejor sabía. Reina agradeció el gesto con un desempeño espectacular. En su primer año, el Atlético fue subcampeón de Liga. Con él defendiendo la portería, el conjunto del Manzanares agarró una Copa del Rey, una Liga... y jugó la final de la Copa de Europa. Nunca llegó más lejos.

Estadio Heysel de Bruselas, 15 de mayo de 1974. El rival, el Bayern de Múnich de Franz Beckenbauer, Maier, Breitner, Muller... Y el gran Atlético de Gárate, Adelardo, Luis Aragonés, Irureta, Ufarte... y Reina. Después de un duelo de alta tensión, con dos formaciones temerosas de cometer un fallo, se llega al final de los noventa minutos con empate a cero. En la prórroga, el asunto se descontrola. Faltan fuerzas, sobran nervios. Todo puede ocurrir. En el minuto 114, el árbitro señala una falta al borde del área germana. Luis Aragonés sonríe maliciosamente. Es su sitio. Su momento. Sin tomar carrerilla, se aproxima al balón y lo golpea con pericia. Cuando la pelota aún no ha entrado en el marco de Maier tras superar la barrera, Luis ya ha alzado los brazos sabiendo que no había fallado. El Atlético tenía el título agarrado. Sólo quedaba defenderlo. Eran apenas seis minutos. Faltan cuatro, tres, dos, uno... Veinte segundos. Se produce una acción confusa. Con todos los rojiblancos atrincherados alrededor de Reina, un balón sacado de banda le cae en los pies a Georg Schwarzenbeck, un defensa incorporado al ataque. El tipo parece no saber bien qué hacer y se le ocurre disparar desde treinta metros, más por inercia que por intención. La pelota pudo haber tocado la pierna de cualquier jugador en el bosque rojiblanco, pero no lo hizo. Pudo no haberse elevado del suelo, pero lo hizo. Si no hubiese tanta gente alrededor, quizá Reina lo hubiera visto con más claridad, pero no lo hizo. Gol alemán. El partido terminó con empate a uno.

Dos días después se disputó un encuentro de desempate. En aquel momento, las finales no se resolvían con lanzamientos desde el punto de penalti. El Báyern destrozó al Atlético con un 4-0 y la historia se terminó. Reina no ganó aquella Copa de Europa ni ninguna otra después. El Atlético, tampoco. Los más añejos aficionados del Manzanares aún recuerdan aquella tanda desde los once metros que no existió, esa ruleta rusa que pudo haber supuesto la vida eterna para los héroes de Heysel, que terminaron, sin quererlo, escribiendo uno de los capítulos fundamentales en la leyenda de glorioso perdedor que acompaña al Atlético.

En aquella final europea del 74 no hubo penaltis. Mala suerte para el Atlético y buena para Schwarzenbeck, que firmó el gol más importante de su carrera. Por cierto, un par de años después, el fornido defensa alemán se encontró en otra final, la del Europeo de Selecciones del 76. Un Checoslovaquia-Alemania en el Stadion FK Crvena Zvezda. El equipo germano empató en el último minuto, con un gol de Bonhoff, y así concluyó todo. Pero esta vez no había nueva cita para el desempate. El título se decidiría a los penaltis. Seguro que Schwarzenbeck reflexionó sobre su buena suerte -y la mala de Reina- cuando desde un lado del campo, aguantando la angustia y abrazado a sus compañeros, contempló cómo se dirigía hacia el balón, situado con mimo sobre el punto de cal en el césped, un checo bigotudo y ligeramente encorvado llamado Antonin Panenka...

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