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La(s) Dieta(s)

Juan José Fernández Palomo

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No, no exactamente, amigos, no es que estemos a dieta en el sentido más común (actual) de estos tiempos que corren y nos corren, después del veraneo -quien lo practicó, lo imaginó o se lo inventó-, no es porque empiece septiembre, no es por puro ajuste del cinturón, no es por el penúltimo recorte ante la inminencia del curso escolar, social o político, no es por adelgazar presupuestos, ganas e intenciones... No.

¿O sí?

Seguimos a dieta, sometidos a un régimen que lo mismo hace que la persona que se llama ecologista salive ante un filete de dudosa procedencia, que quien crea que debe perder peso se aferre a un producto milagroso anunciado que no sabemos de qué está hecho, que un gobierno no confiese que le vendió armas a quien va a usarlas, que las Azores, además de un archipiélago y un anticiclón cíclico, sea también el escenario de una foto que algunos no quieren reproducir (aunque es posible que se repita como si fuera un ciclo) o que Mourinho se siga quejando de los árbitros cuando el único “señor de negro” en este partido universal sea Obama (Premio Nobel de la Paz, recuerdo).

Dejen que las palabras se cocinen en el tiempo. Son ellas las que nos dan juego, las que bailan, las que crepitan mezcladas en el sofrito de la historia, a fuego lento.

Los diccionarios nos dicen que “Dieta” es un vocablo que se entierra en dos orígenes diferentes; por un lado uno con la raíz griega “diatia” que pasó al latín como “diaeta”, y que designaba un modo de vivir, de regir la propia vida y de gobernarse, en la que alimentación cotidiana tenía mucho que ver.

Por otro lado; otra acepción tiene que ver con el origen latino de “dies”, que no sólo era un día, sino una sesión, una jornada de asamblea que, más tarde, acabaría en “Parlamento”.

Por ejemplo, en 1521, el monje alemán Martín Lutero fue obligado a comparecer ante la Dieta de Worms, la cual, siguiendo las determinaciones de León X, sumo pontífice, lo condenó al destierro por hereje, de modo que debió recluirse en el castillo de Wartburg.

Y todo por haber clavado unas octavillas en la puerta de la Catedral, qué cosas... Luego, Erasmo de Rotterdam ecribe “El Elogio de la Locura” y se la mete doblada al Papa que, a su vez, se la devuelve a Erasmo...

Parece que me desvío en las disgresiones, pero quiero creer que no.

Están las dietas de Nüremberg, la de Franco, la rusa, la mediterránea, la de Ducan o la de mi casa.

Algo redondo creo que tienen las dietas y los regímenes hasta que los traspase una sencilla línea recta. O algo. Porque lo otro es la historia de las palabras, sus versiones y sus perversiones.

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