“Gilipollas” está en el diccionario
El otro día, a un afamado telepredicador y cargo público le dio por regalarle al jefe del estado español elegido pregeneracionalmente por el extinto dictador Franco un paquetito audiovisual que contenía las cuatro
primeras temporadas de un culebrón de gran presupuesto.
Al parecer fue en formato blue-ray, lo cual es ya en sí raro porque, según las formas cool que maneja el tal telepredicador, lo suyo sería que hubiese sido en algún discreto y pequeño puerto USB descargado free desde algún portal guay.
Debió comprarlo, en su delirio telepredicante, en la FNAC de Bruselas o algo así -la verdad es que desconozco cómo va el rollo de las franquicias en Bruselas porque nunca he estado allí-.
También me llama la atención que le dé tal importancia simbólica a ese culebrón. Es posible que desconozca los dramas históricos y las tragedias que escribió un cateto de Strafford-upon-Avon. Llamadme simple, pero yo creo que ya estaba todo en Shakespeare. Como no sea que haya gente, muy preparada, que se crea que shakespeare sea una marca de pantalones vaqueros; perdón: denim. O cualquier otra franquicia.
Claro, yo luego pienso que un telepredicador sin foco debe ser como un farolillo de papel fuera de la verbena y eso da un poco de penita y yo soy un sentimental.
Después, qué quieren que les diga, me da por pensar que ese regalo dado al jefe del estado español (o como se diga esto) formará ya parte del patrimonio del estado -que somos todos- y pienso en alguna manera elegante de pedirlo prestado -y devolverlo en buen estado, valga la redundancia-.
Porque no he visto aún Juego de Tronos, ni he navegado en el yate Fortuna ni he conducido un Rolls de los años 30 ni he vacacionado en un pazo.
Lo sé: pueden, por estas y otras causas, llamarme gilipollas. Lo acepto; pero les diré algo: puedo serlo; pero no soy el único.
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