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Genesis reloaded

Juan José Fernández Palomo

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Y dios creó al hombre a su imagen y semejanza (ya pueden ustedes colegir que no lo creó bien, sino con defectos y virtudes, sombras y actos solares; simple y perfecto, capaz de dejar una huella en el mar de la tranquilidad o teledirigir un cohete a una playa). Este dato nos viene a decir que dios quiso hacerse un retrato, tal vez virtuoso, tal vez una caricatura, no un selfie, eso sería demasiada autoría y no serviría para nada: los designios del señor son inescrutables, me han dicho.

Dios escupió en la tierra seca y con el barro resultante modeló a un tipo parecido a usted, pero sin historia ni recuerdos. “Adán” llamó a su obra en un obvio ataque de adanismo. Como no es bueno que el hombre este solo, se dijo, de una de sus costillas creó a una mujer. Lo cual es bastante paradójico porque siglos después hizo que uno de sus hijos muriera de una lanzada en el costado: dios y sus cositas.

Aquella mujer, Eva, era ya una recolectora y le ofreció una fruta al tal Adán. Un gesto simple y generoso pero bastante marronero a los ojos de dios que tomó aquello como una suerte de afrenta. El psicoanálisis, que aún no se había inventado, consideró que aquel fruto regalado por Eva a su único novio posible en el paraíso era una metáfora subida de tono y tenía que ver con una ofrenda de piernas abiertas o algo así. Adán se comportó de manera natural y saboreó el melocotón o la granada o la manzana o lo que fuera aquello y dios, más cabreado que Doraimon y sus rayos, condenó al tipo y a sus descendientes con un pecado de origen. Un pecado es como una mancha de vino en una blusa blanca, para que lo entiendan: tal vez se pueda quitar, pero siempre sabrás que, en tu armario, guardas una camisa que una vez se manchó. Y un origen es como algo que viene de serie. Así seguimos los descendientes de Adán: abriendo el armario por las mañanas y dudando si ponernos esa camisa blanca o no, si aún se notará la mancha o si da igual porque no es tan grave la cosa. Joder, es mi camisa favorita.

En una elipsis que para sí la hubiera querido el mismísimo Kubrick, debo decir que un tal Darwin –descendiente de Adán y Eva generación tras generación- acabó apareciendo en las etiquetas de anís “El mono”. Y que otros descendientes de aquella pareja hoy son ministros, banqueros, lobbystas o podólogos. Es curioso.

Como curioso es que muchas hembras descendientes de Eva sigan ofreciendo fruta sin ganas en una cuneta, en un polígono o en un piso “de tapado”, con crucifijo al cuello o pañuelo en la cabeza, con adán que las espera o, simplemente, que espera lo que cada noche espera.

Dios, en su infinita bondad, antes o después del chico y la chica (que se acabaron liando, por cierto) también creó a la humilde sardina que me voy a zampar tras pasar un rato por el bien hacer del espetero Torquemada mal contratado dos meses por el autónomo dueño de un recinto hostelero que da a un mar circundado de ladrillos.

Le hablo a la sardina recostada de perfil en mi plato. Me dirijo a su ojo blanco que ya no mira nada y le digo que me gusta cuando calla porque, la verdad, parece un poco ausente. Esto es, pues, poesía.

Y en esto que tengo la extraña sensación de que todo –o casi todo- ya está escrito.

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