Excesiva, bizarra, gótica (y barroca), loca, perversa, fascinante. No dejan de ocurrírseme adjetivos para calificar la última obra de Yorgos Lanthimos. Y tal vez eso sea la mejor expresión de una tendencia que se repite mucho últimamente en las pantallas. Es como si más que obras de arte viéramos unos artefactos, técnicamente complejos y estéticamente apabullantes, que no dejan de lanzarnos mensajes y que nos generan sensaciones encontradas. Los años, sin embargo, me avisan de que cuando menos adjetivos son necesarios para describir una realidad más verdad hay en ella. Es como si en esta sociedad narcisista y de necesidad de vivir acontecimientos hubiéramos olvidado los sustantivos.
Y sí, Pobres criaturas es todo un acontecimiento, aunque todavía no tengo claro si sus creadores me han seducido o engañado, o ambas cosas a la vez. Si es radicalmente feminista o todo lo contrario. Si nos está animando a subvertir el mundo o si se limita a inquietarnos ligeramente mientras que nos distrae con su belleza arrebatadora. Quizás la mejor manera de verla, disfrutarla y juzgarla sea entenderla como una fábula, con moralejas contradictorias, y que tiene la gran virtud de arrastrarnos a su mundo. Un mundo que en películas anteriores del director, sobre todo en la aclamadísima La favorita, no deja de responder a un orden de género en el que los hombres miramos a las mujeres y vemos, no tanto lo que son, sino el imaginario que nuestro poder ha creado sobre ellas.
El prodigioso viaje de Bella Baxter, a la que da vida y cuerpo una Emma Stone absolutamente entregada en cuerpo y alma, puede leerse sí, como la historia de una emancipación, de la ruptura por parte de una mujer – no lo olvidemos, creada y manipulada por manos masculinas – con un contrato sexual que le niega autonomía y de la toma de conciencia por tanto de su estatus de ser con libre albedrío. Con un diseño artístico apabullante, y que parece tocado por espíritus tan prodigiosos como Gaudí, con un vestuario que es una locura maravillosa y con unas opciones de cámara que parecen querer convencernos de que estamos ante la obra de un genio, la película tiene la gran virtud de arrastrar a un universo que, pese a su carácter casi onírico, es plenamente reconocible. Y lo es porque la película, basada en una novela de Asladair Gray, hace visibles buena parte de los marcos mentales y emocionales que nos definen a hombres y mujeres como sujetos diferenciados, todo ello en el contexto patriarcal que ha hecho que históricamente seamos nosotros los creadores, los manipuladores, los dueños y señores.
Quienes siempre hemos tenido a nuestro servicio a las mujeres como una especie de muñecas vivientes, a las que les negamos deseos propios, capacidad de raciocinio y voluntad para coger el timón de sus vidas. En este sentido, el viaje de Bella es una permanente huida de esos barrotes que pretenden reducirla a una eterna menor de edad, aunque sea bajo la tutela paternalista de hombres que la cuidan y la protegen del mundo, como si más que un ser humano fuera una porcelana a punto de romperse. Lo más interesante, y provocador, de la película de Lanthimos es que sitúa en un primer plano el proceso mediante el que Bella reconoce y vive sus deseos, contraviniendo las normas sociales y muy especialmente las dictadas por los hombres. Unos hombres que, por cierto, responden a una galería que comparte un tronco común pero que se proyecta en masculinidades muy diversas y ambivalentes, que van desde la propia del hombre que crea y controla (el doctor/padre interpretado por un estupendo Willen Dafoe) a las más patriarcales y machistas (ese Duncan al que Mark Ruffalo da vida de manera impecable, o ese marido violento que Alfie Blessington consigue que nos repugne), pasando por otras que nos muestran a tipos más empáticos y tiernos (como el Max de Ramy Youssef o el Harry de Jerrod Carmichael).
En una peripecia en la que los hombres tratan de hacer del cuerpo de la protagonista un territorio más de conquista, ella toma las riendas y disfruta, y decide, y consiente, o asiente en otros casos. En la Bella de Lanthimos encontramos buena parte de esas aristas que con frecuencia no queremos ver cuando hablamos de sexualidad y de cuerpos, de deseos y de carne. Como si el consentimiento fuera siempre una expresión racional y en él no se entremezclaran deseos turbios y pasiones incontrolables, movedizas, innombrables. Esas que por supuestos también habitan en las mujeres a las que, con frecuencia, queremos reducirlas a un cierto papel de santas y rigurosas cumplidoras de la moral. Como si ellas no tuvieran también derecho a ser malas, a equivocarse y a vivir entre opciones contradictorias. Si el consentimiento es la clave desde la que hoy enfocamos, y no solo desde el punto de vista legal, la libertad sexual, ¿también es esa la clave, como bien explica Clara Serra, desde la que deberíamos juzgar la prostitución, por ejemplo? Porque, en una de las apuestas más controvertidas de la película, Bella decide ser su propio “medio de producción”.
Y se prostituye. Y vemos cómo soporta, y a veces lleva a su terreno, a hombres que la perciben como un ser disponible, deshumanizado y que satisface sus necesidades. Ella, no obstante, parece mantenerse en una distancia que le otorga su capacidad de juicio - ¿decide libremente? ¿consiente, asiente, soporta? – y hasta parece sacarle partido emancipador, incluso político, a la experiencia de ser explotada. Hasta podemos detectar una mirada ferozmente crítica con una virilidad que usa a las mujeres para avalarse. Y eso que previamente le habían advertido que no debía confiar ni en las religiones, ni en socialismo ni en el capitalismo. Bella, sin embargo, parece confiar en el segundo porque cree firmemente en que las personas pueden mejorar, al tiempo que asistimos, en uno de los momentos más bellos de la película, a cómo toma conciencia de la desigualdad y cómo de alguna forma ello provoca en ella la necesidad de actuar.
Pobres criaturas, que supongo que se amará y se odiará por igual, y a la que es imposible negar la potencia del imaginario que nos ofrece en la pantalla, incluidos excesos y malabarismos propios de quien parece querer demostrar en cada fotograma que es un creador genial, es una película que nos insiste en la relevancia de la autonomía, en la necesidad de crecer y emanciparnos gracias a los otros y a la cultura (esos libros que son para Bella refugio y escuela), en lo crucial de sabernos cuerpo y emociones también, y sobre todo, claro, en el difícil proceso que todo eso, todavía hoy, representa para las mujeres. En este sentido, Bella es ya una de esas heroínas que, siguiendo la estela de Mary Shelley y su hija, y de tantas otras que vinieron después, nos muestran la rebelión de las mujeres frente a un mundo hecha a nuestra imagen y semejanza.
Al dictado de esa masculinidad hegemónica, violenta, putera y bastante estúpida, tan centrada en lo empírico y en la capacidad de explotar, tan ensimismada en sus vergas sacrosantas. Frente a ellas, la vindicación del bello clítoris de Bella. La deseante, la contradictoria, la aprendiz, la mujer sin instinto maternal y con ansias de dejar de ser vista como una histérica y ser reconocida como doctora. La que aprende, en un contexto de extrema servidumbre, en qué consiste la sororidad y cómo es posible vivir un mundo y unos deseos no marcados por la furia viril. Pobres criaturas es, pese a todo, un cuento con final feliz y con moraleja. Un final en el que las mujeres brindan y en el que la masculinidad hegemónica acaba arrastrándose por los suelos, como una pobre criatura sin posibilidad de dañar.
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