El título de esta magnífica, impresionante, brutal película, es engañoso. Y lo es porque solo anuncia una parte pequeña de las múltiples capas que encierra. Es, claro está, la anatomía – podríamos decir pericial y judicial – de la caída de un hombre por una ventana, al que no sabemos si asesinaron o se suicidó, pero es mucho más que eso. Es una disección profunda, como hecha por un bisturí empeñado en no dejar ningún recoveco sin recorrer, de una pareja, de los fracasos personales y de los angustias compartidas, de los egoísmos y de las frustraciones, de las dificultades para conciliar tiempos y ambiciones, del caos que siempre acaba siendo la vida en pareja. A través de un guion inteligente y que confía en el impacto de las palabras, de las dichas y de las no dichas, la película nos conduce a un laberinto en el que al final no acaba siendo tan importante saber la verdad como entender las razones de cada cual. De esta manera, Anatomía de una caída, que es uno de los mejores dramas judiciales de los últimos años y sin duda una de las películas imprescindibles de este que acaba, supone también una mirada sobre la imposibilidad de alcanzar la verdad en un tribunal, más allá de la que podemos identificar como “verdad judicial”. En esa representación que supone confrontar dos versiones no solo de unos hechos, sino también de las normas, y que en esta película alcanzan su máxima expresión en el duelo al que asistimos entre el fiscal y la defensa de la acusada, se llega a unas conclusiones que son las que, en las siempre limitadas percepciones de quienes juzgan (en este caso mediante un jurado), recogen una suma imperfecta de evidencias, indicios e intuiciones. Y en la que también se entreveran pulsiones, convicciones y miedos. En este sentido, la película daría para un capítulo de las reflexiones que hace unos años publicó el abogado Javier Vilaplana con el título La posverdad a juicio.
El director consigue además que el espectador se sitúe en el lugar de los diversos personajes en conflicto. De esta manera, nos permite entender las razones tanto de la mujer acusada -que de alguna manera, y es parte del juego de este relato, reproduce y asume comportamientos que tradicionalmente han sido más propios de varones – como del marido muerto – que en muchos momentos podemos contemplarlo como situado en un contexto de vulnerabilidad y vindicación que siempre hemos identificado de manera más clara con el de las mujeres. Pero tal vez sea la mirada del hijo, que además es ciego, lo cual aporta otra clave jugosa en el relato además de una metáfora sobre los propios interrogantes que desencadena la historia, con la que más podemos empatizar, porque nos sitúa justamente en el precipicio, en la salida del túnel que no necesariamente tiene que ver con la verdad, en la necesidad de mirar hacia un futuro en el que la memoria no sea una trampa. La impresionante interpretación de Milo Machado hace que todos y todas nos sintamos como ese hijo que escucha la violencia y el dolor, que ata cabos y que toca el piano para dejar escapar toda su rabia. El hijo que crece años a fuerza de preguntarse. El que sin ver mira y aprende. El que habla para dejar al mundo de los adultos en pañales.
La potencia dramática de Anatomía de una caída sería imposible sin unos intérpretes capaces de arrastrarnos a todo ese fuego que está oculto tras la aparente frialdad de las montañas nevadas donde se desarrolla la acción. Todos y todas están impecables en cómo encarnan a los personajes, pero es sobre todo Sandra Hüller la que consigue lo más difícil. Mostrarnos lo turbio, lo grisáceo, lo inestable, lo caótico, lo inabarcable, que habita dentro de nosotros. Ella no es ni una mujer virtuosa ni una heroína empoderada. Ella es, como son la mayoría de las mujeres, una persona con ambiciones, contradicciones, dilemas y deseos. Un sujeto que lucha contra su propia agencia en su vida de pareja y que nos muestra lo difícil, por no decir imposible, que es construir en armonía un pacto de dos en el que no haya sacrificios y renuncias. Su conversación in(tensa) con el marido, que es reproducida mediante una grabación en el juicio, es en sí misma un acto teatral que nos desvela hasta qué punto la pareja, el matrimonio, el amor, no es sino una delgada cuerda en la que dos siempre andan de puntillas. Con el riesgo, claro, de caerse al vacío. En este sentido, la película de Justine Triet es una suerte de Secretos de un matrimonio que Bergman hubiera tramado con la mirada del siglo XXI y con el pulso de una mujer que mira lo que tradicionalmente solo han mirado los hombres. Una de esas películas que te zarandean hasta llevarte al reconocimiento de la imposible tarea que es amar, convivir y cuidarse. O, dicho de otra manera, a la revelación de que no tenemos más remedio que habitar el caos.
Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
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