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Érase una vez Cabra...

Alejandra Vanessa

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Érase una vez un niño que a los cuatro años de edad, subido en un banco, pensó “¿qué se sentirá si me tiro?”, y decidió probar. Vestía botas de la época, calcetines largos, pantalones cortos -que le acompañaron hasta los catorce- y desde aquel día un chirimbolo en la parte superior izquierda de su cabeza. José Manuel Ballesteros Pastor, el 22 de abril de 1952, paseó durante un rato por el jardín de su abuelo y justo después nació sobre las tres de la madrugada, en Cabra. Al salir, la matrona que asistió el parto reconoció perpleja en el líquido amniótico agua, sierra y campiña.

Desde pequeño una enfermedad en la piel le impedía jugar como los otros niños, “y yo los envidiaba”. Por ejemplo, si tocaba la tierra, las manos se le infectaban por la eccema. Con 25 años estaba desahuciado por lo médicos: “Le vamos a mandar un tratamiento pero con cincuenta años sufrirá un cáncer mortal de piel o una afección de corazón que le provocará la muerte”. Por rebelde, se negó: “Me niego”. Decidió probar por su cuenta, y se curó antes de cumplir los treinta y uno.

Hasta los ocho años no conoció la televisión y hasta los catorce no la compraron en casa, lo que le permitió sumergirse en la lectura desde muy niño. Los primeros inviernos dormía en el cuarto que pegaba al comedor, con el que compartía pared, y a través de la cual se oía todo. Cada noche, cuando se acostaba, su padre leía un capítulo del Quijote a la madre, con esa impecable dicción que le caracterizaba. Al otro lado, José Manuel seguía la lectura, adormecido por el rumor de las líneas, hasta que lo vencía el sueño. La siente como la herencia más valiosa que recibió de sus padres.

Nunca encajó en la escuela de las madres escolapias, el sistema cuadriculado rutinario disciplinado chocaba de pleno con su alma soñadora. Sin embargo, como chavalillo de la posguerra, no le quedaba más remedio que aguantarse. Por la educación de José Manuel pasaron muy buenos maestros pero otros “eran unos sádicos que no te daban un cachete, te apaleaban”. Crecieron sin tregua “no fuimos niños, teníamos que ser hombrecitos”, en una situación paralela entre los mayores de “no te muevas que te la llevas” y entre niños, perdidos por el campo con sus barrabasadas.

Chavalillos que llegaron al mundo, a Cabra, en una situación de muerte y violencia, de noches calladas donde la gente descansaba alrededor del brasero, en el silencio, cada uno con sus recuerdos y su relato de lo que había sido la guerra. Una guerra donde “nadie era ganador, habían perdido todos”. Una guerra que montaron los abuelos, hicieron los padres y sufrieron los niños, en contacto continuo con la vida y con la muerte. Una guerra que para los mayores nunca terminó.

En ese contexto, el catolicismo, vencedor, necesitaba dominar las conciencias mediante sentimientos de culpabilidad: ¡infierno!, ¡te vas a condenar!, ¡el demonio te va a llevar!, ¡a ver dónde tocas!, si esta noche te mueres en pecado, ¡te vas a condenar!, ¡culpable!, ¡culpable! El pobre niño, con tanta imaginación, nada más que veía monstruos a los pies de su cama. Cuanto se hacía estaba marcado por ese sentimiento de culpabilidad “empezaban las primeras masturbaciones ya con diez u once años porque la misma represión te despertaba más esa otra parte”.

Lo curioso es que, a pesar de sufrir las duras consecuencias de la posguerra, José Manuel la recuerda como una época más humana. Las casas abiertas invitaban otro ambiente: la vecina que traía pestiños y gajorros, el que llegaba pidiendo sal porque le faltaba, aquél que necesitaba ayuda y allá que acudía media calle a echarle una mano. Hasta las películas se vivían de una manera que “nos la creíamos, aplaudíamos cuando salía el héroe”, todos participaban de la misma. El matriarcado que regía las casas creaba un ambiente de cobijo que se ha perdido, conversaciones entorno a las labores y al calor de la casa.

José Manuel quiere conservar el recuerdo de aquel hogar y aquel pueblo que era el suyo, aquel pueblo que ya no existe. El paisaje de huertas, el concepto de pueblo bello y acogedor. El río al borde, entre las choperas y alamedas donde los ruiseñores anidaban cada primavera. El rumor del agua a borbotones, que pasaba por las casas. Desde hace tiempo, echa de menos tener un sitio para volver con el cansancio del tiempo que no vuelve, un lugar que ya no existe, un lugar en el que cuando me muera, llevadme al corazón de mi tierra, que mi corazón descanse.

Pincha y escucha lo que le pasó en sus clases de música: El puente del violín

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