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Érase una vez Belalcázar...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez un niño que se llamaba Manuel pero al que en Belalcázar todos conocían por el nombre de “¡¡Manoloooooo!!”. Su pueblo perteneció a la comunidad de Extremadura hasta el año 1833, que pasó a formar parte de la provincia cordobesa. Vivía feliz con los amigos del pueblo y con las chavalas, como estudiante del colegio de monjes franciscanos y como aprendiz de nuevos oficios. ¡Hasta en la mili se lo pasó pipa!

Aunque rezar no le gustaba mucho (de eso no les faltaba ni un solo día en la Iglesia del colegio) y los franciscanos eran bastante estrictos, el buen hacer de los monjes y el cariño con el que lo trataban compensaban aquellos pormenores. Cada año, el Día del Jesús de la Columna, visitaban el convento de clausura Santa Clara de la Columna, “tendríamos siete u ocho años”. Para los niños aquella excursión se convertía en una fiesta. Las hermanas clarisas preparaban galletas y chocolate a cambio de la interpretación de canciones y teatrillos, que previamente ensayaban con los monjes durante semanas. Ellas, tan contentas, aplaudían tras unas rejas, en el salón, por la clausura; ellos, tan contentos, se comían su galleta y su chocolate.

En este convento cocinaban la tarta “flor de almendra”, toda hecha de láminas almendra unidas por almíbar de azúcar. “Cómo cambian los tiempos”, ahora escriben un blog donde muestran su catálogo de dulces artesanales.

Una vez terminó los estudios de primaria se puso a trabajar. Primero de aprendiz en la barbería del pueblo -conocimientos que le vinieron de lujo en la mili-, más tarde, con unos catorce o quince, de panadero. Los dueños de la panadería eran los propietarios de un cine. Allí Manolo ayudaba en lo que hiciese falta: cortar entradas en la puerta o acomodar a la gente. Pero aquello no contaba como trabajo, “por echar una mano y ver la película gratis”.

Con dieciséis o diecisiete años las dificultades en casa aumentaron, “cuatro hermanos varones”, y necesitaba un trabajo que le reportase mayores beneficios económicos. Tomó paso firme hacia la cantera de piedra de granito. Allí aprendió a tallar con un martillo y un cincel los bordillos de las carreteras, panteones y los adoquines de las calles que, cosas de la vida, en la actualidad se están perdiendo “porque las tapan con el asfalto”. En la cantera te asignaban una piedra y ya te decían lo que cobrabas por esa pieza. Así que, según trabajases así ganabas y “se ganaba en eso mucho dinero”. A diario salían montones de camiones para Córdoba, los camiones de Córdoba y los del pueblo.

Por las tardes, la cosa cambiaba: salía con los amigos por la plaza, paseaban, iban al campo, a los bares, buscaban a las chavalas... En la pandilla nadie se preocupaba de asuntos políticos, eso lo dejaban para los padres y los abuelos, que tenían sus heridas, y delante de los muchachos se guardaban de mencionar palabra. El que en aquellos tiempos lo pasaba mal, no podía hablar, tenía que callarse, porque de ello podía depender su vida. Por eso prefirieron vivir ajenos, sin jaleos ni conciencia política. Podría decirse que con diecisiete años vivían felices con la ilusión de ver a las chavalas. Vaya que sí, qué obsesión con las chavalas... ¡¡No paró hasta dar con la suya!! A su mujer la conoció en Córdoba, “somos muy felices”, me dice mirándola desde el otro lado de la sala.

Manolo echó mucho en falta a todos estos amigos cuando llegó a Córdoba en busca de, como tantos otros, un trabajo mejor. Me da la impresión de que si no hubiese conocido a “su Milagros”, habría regresado a Belalcázar, a las raíces. E insiste, “somos muy felices”.

De vez en cuando, va por allí porque le dan ganas “de darle vueltas al pueblo”. De niños llevaba a la feria a sus hijos, y en cada viaje visita a uno de sus hermanos y a su sobrino -porque el resto de hermanos se trasladó a Córdoba. Al pasear por las calles que se conservan más auténticas, Manuel recuerda lo diferentes que eran las matanzas de entonces. Las celebraban pasada la Purísima. Los vecinos y la familia iban a ayudar a cada matanza de modo que cada cual, a su vez, era ayudado: rellenaban las morcillas, los chorizos, cocían patatas... Al término de la matanza, daban lugar al cante y al baile. Y todas aquellas imágenes las recuerda con cariño, “como bonito”, con humanidad y nostalgia.

 

Pincha y escucha cómo fue la mili de Manolo: En la mili, con los amigos

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